miércoles, 24 de abril de 2024 09:40h.

Caja de música

Todos conocemos los símbolos que conforman nuestra lengua: las letras. Y con ellas, las combinaciones con las que se forman las palabras con sentido propio en el habla, en la lectura y en la escritura. 

Decir ‘todos’, desgraciadamente, es incorrecto. En la era del Hubble y el Webb, que ponen ante nuestra mirada la luz más alejada del macrocosmos, hay personas analfabetas que todavía desconocen el pequeño cosmos de nuestras letras; y no son pocas. Hacemos uso de la expresión ‘siglo XXI’ como futuro alcanzado; llegada triunfal a la estación de destino con el móvil injertado en la mano que confirma la victoria. Mas queda mucho viaje por delante; viaje incierto; pesimismo consciente.

Pese a ser la invención más extraordinaria del ser humano, no se nos cobran impuestos ni copyright por el uso de las letras o las palabras salvo, claro está, que hayan sido combinadas de forma inspiradora y el resultado final se llame libro (espero no estar despertando ideas en los recaudadores).

También los símbolos con los que se escribe e interpreta la música (notas), tuvieron sus inicios y un periplo propio (unos 900 años), todo ello sin tener en consideración los sistemas y notaciones que se usaron en la antigua Grecia (tallas en la dura piedra) y que acabaron por desaparecer en la Edad Media. El afán por ‘enjaular’ los sonidos inspiradores para que otros pudieran re­pro­ducirlos con precisión -especialmente los cánticos de índole religiosa-, inspiró al monje benedictino Guido de Arezzo, en el Siglo XI (Arezzo, Italia), las primeras notaciones musicales sobre cuatro líneas horizontales y paralelas (tetragrama), con lo que se sentaban las bases para indicar la altura en la que asentar cada sonido. Puso nombre a las notas utilizando las primeras sílabas de un himno latino que se solía cantar en las vísperas del día de San Juan Bautista.

Eran siete las notas, mas omitió la séptima (Si) porque la tradición de entonces consideraba el Si como el sonido del diablo. Hubo que esperar al siglo XVI para que se admitiera la séptima nota y con ello, se añadiera una quinta línea paralela en la escritura, con lo que pasó a llamarse pentagrama, hasta hoy. En ocasiones, un pentagrama me sugiere un tendido eléctrico lleno de pájaros posados en los cables a diferentes alturas: pajarillos piadores; pequeños músicos con alas.

Pese a este conciso recorrido por la prodigiosa inventiva humana, no se debe olvidar “que ya existía la música antes de la agricultura”, según nos canta Jorge Drexler en su álbum Bailar en la cueva: Calostro inaugural de la génesis universal: ‘Al principio fue el verbo’ (¿música o llanto?)...; alimento primigenio concedido por la Madre Natura a todas sus criaturas.

Cuando, en una página de partitura se confinan los sonidos como sentimientos en letargo a la espera de la mano, el pulmón y el corazón del músico, los hilos sostenedores se convierten en la esperanza del mundo: Aliento del ‘verbo’, conque se inició nuestra existencia en la vastedad incomprensible que llamamos Cos­mos. Se suele dar por sentado que la música es algo que ha estado siempre ahí, como código encriptado a la espera de ser descifrado. Creo que con el 'soplo’ inaugural se nos concedió la misma divinidad y primor extraordinario que a todas las sustancias que forman el universo: Crear música.

Nuestro mundo es una dimensión con resonancia infinita. Tal vez por ello, María Zambrano en su deseo de niña, quería ser una caja de música.