martes, 23 de abril de 2024 13:42h.

Peatonalizadores

Artículo de José María Matás

En el año 2007, la ciudad de Nueva York lanzó un ambicioso plan para hacer de esta gran urbe un lugar más sostenible y amable para sus ciudadanos y visitantes. Dentro de la estrategia ocupaba un lugar destacado el llamado ‘The Public Plaza Program’, gracias al cual serían peatonalizadas más de cincuenta plazas (con una extensión superior a las 40 hectáreas), incluyendo la mítica Times Square, en pleno Broadway.

La pedestrización de esta zona suponía un enorme desafío. No solo se trataba de un enclave extraor­di­na­­riamente transitado, sino que la imagen de sus interminables y apretadas hileras de taxis amarillos era icónica. Sustituir esa estampa por otra diseñada a escala humana era el reto al que debía en­­­frentarse el veterano estudio danés al que se le encargó el proyecto. 

Desde que en los años 60 participara en la exitosa peatonalización del centro de Copenhague, el arquitecto Jan Gehl había venido aplicando una metodología que sería la misma que implementaría en Nueva York: 

1) MEDIR: las ciudades habían sido diseñadas para permitir el tráfico rodado, lo que había generado que se estudiase con mucho detalle el flujo de vehículos sin tener en cuenta el modo en que las personas interactuaban. Había que documentar quiénes hacían uso del espacio público y para qué fin

2) PROBAR: una vez realizado el trabajo de campo, se trataba de probar las mejores alternativas antes de implementar cualquier solución definitiva. Se había apreciado que existían muy pocos espacios para sentarse y que los existentes solo podían ser utilizados previo pago. Así que se decidió colocar un mobiliario provisional compuesto de bancos, mesas, sillas e incluso sombrillas de uso público. Esto hizo que la afluencia de personas aumentase y que el tiempo medio de estancia también

3) AFINAR: pronto se comprobó que los usuarios se quejaban de la calidad del mobiliario, pues no les parecía lo suficientemente ‘digno’, de modo que se mejoraron este y otros aspectos por medio de un proceso de ajuste y adaptación continuos. 
Vélez-Málaga

A la luz de lo anterior, ¿podemos extraer alguna enseñanza para una ciudad como Vélez-Málaga, que afronta un importante proceso peatonalizador, o las diferencias de escala son tan sustanciales que no viene al caso? Personalmente, soy de los que piensan que desoír este tipo de planteamientos es suicida y que no es demasiado tarde para aplicar una serie de lecciones.

La primera, y más evidente, es que hay que contar con la ciudadanía. No solo con los colectivos ‘especialmente representativos’ (sean empresariales o vecinales); no solo, a modo de trámite, con el Consejo Social de la Ciudad. Las remodelaciones de lugares emblemáticos de­mandan amplios procesos participativos. La segunda es que hay que observar a la gente y estudiar su comportamiento. Quiénes se mueven, cómo lo hacen, para qué, a qué horas, por qué zonas, lo que Lefevre denominaba la “práctica espacial”. Sin la perspectiva etnográfica o socioantropológica, no hay urbanismo digno de tal nombre en pleno siglo XXI. La tercera, es que debemos aprovechar la experiencia acumulada -el caso de Málaga es paradigmático- para intentar anticipar también los daños colaterales que estos cambios pueden ocasionar en forma de gentrificación, hiperterciarización, privatización del espacio público, etc. Y una más: no podemos olvidar que no basta con desviar el tráfico del espacio reapropiado por los ciudadanos sino -por un imperativo ambiental y sanitario insoslayable-, que este debe ser reducido, lo que solo se conseguirá con un transporte público más eficiente y promoviendo formas de movilidad no con­taminantes. 

En tanto que no consideremos nuestras ciudades como organismos vivos sino como volúmenes en cuadrículas, tendremos peatonalizadores, pero en ningún caso auténticos gestores públicos. Por eso, antes de elegir los tipos de mármol o decidir suprimir la de por sí escasa masa arbórea de una plaza, hay que saber que existe otro material más importante con el que trabajar. Les sonará. Se llama ser humano. Un ser social que, por cierto, hace otras cosas además de votar cada cuatro años.