martes, 16 de abril de 2024 14:30h.

¿Usted qué hace con su verdad?

En la relación humana tendemos a confundir la razón con estar en posesión de la verdad. Porque, como el ilustrado francés Jacque Turgot argumenta, “el hombre, cuando comienza a buscar la verdad, se encuentra en medio de un laberinto donde entra con los ojos vendados”. He aquí, donde la tolerancia es necesaria como valor moral que implica el respeto íntegro hacia el otro, hacia sus ideas, prácticas o creencias, independientemente de que choquen o sean diferentes de las nues­­tras. En este sentido, la tolerancia es también el re­co­no­ci­miento de las diferencias inherentes a la naturaleza humana, a la diversidad de las cul­turas, las religiones o las maneras de ser o de actuar.

La escritora estadounidense Helen Keller nos dice que “la mejor consecuencia de la educación es la tolerancia”. Porque la tolerancia social es la razón del mantenimiento de un Estado democrático. Para ello, la tolerancia civil, como expone el filósofo inglés John Locke, debe de fundamentarse en valores ético-morales; reconociendo la libertad de conciencia, la libertad de pensamiento, así como la separación de la Iglesia y el Estado. 

El problema se radicaliza cuando aparece el mal: el hombre persigue al hombre como fieras que se devoran. Porque actúa con intolerancia e intransigencia contra las diferencias étnicas, de género, culturales, ideológicas o religiosas. Surge el racismo, el sexismo, la homofobia, la intolerancia religiosa y política. En esta situación, tal como nos recuerda el escritor Thomas Mann, “la tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad”.  Porque el mayor mal que se puede cometer es tolerar la intolerancia. Esta lucha debe ser del bien contra el mal, del saber contra la ignorancia, de la prudencia contra el fanatismo. 

Llegado a este término, os invito a una reflexión: las veces que prestamos atención, que damos pábulo a gente que emite juicios negativos sobre otras personas, simplemente por el hecho de ser diferentes -es decir, de otra etnia, de distinta ideología, o por ser emigrantes- estamos haciéndonos cómplices de su intolerancia o derrotismo. Al culpabilizarles a ellos, culpabilizamos a la sociedad de todos los males. 

Debemos preguntarnos: ¿Qué hacemos nosotros por mejorar la sociedad? Démonos cuenta de que estas actitudes de intolerancia sólo consiguen empeorar la relación de convivencia, porque, en nuestro país, adolecemos de dos grandes pecados: la envidia, como señalaba Miguel de Unamuno, y el derrotismo o fatalismo por el que juzgamos a España como inferior a los demás países. Tales actitudes tiene sus raíces en épocas de crisis de nuestra historia. Pienso que es hora de cambiar de actitud; tener un espíritu crítico, pero positivo y constructivo. La democracia nos lo exige.

Quiero recordar las palabras de nuestra pensadora María Zambrano, recogidas en el bellísimo libro Persona y democracia, que recomiendo como lectura para ahondar sobre el tema. En él nos dice: “Si se hubiera de definir la democracia, podrá hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo es permitido, sino exigido, ser persona”. Porque María Zambrano nos afirma que la igualdad de todos los hombres, ‘dogma’ fundamental de la fe democrática, es igualdad, en tanto que son personas humanas, no en cuanto a cualidades y caracteres; igualdad no es uniformidad. Es, por el contrario, el supuesto que permite aceptar las diferencias, la rica complejidad humana.