sábado, 27 de abril de 2024 00:00h.

Libertad de expresión

Artículo de Jesús Aranda

Amnistía Internacional plantea que la libertad de expresión -que cubre las libertades de opinión, de información y de prensa- es fundamental para poder ejercer otros derechos humanos y participar activamente en una sociedad libre y democrática. Su condición de base de la democracia obliga, según el derecho internacional, a que cualquier posible limitación sea mínima, proporcionada y justificada. Creo que, en eso, podemos estar todos de acuerdo.

Recientemente estamos viviendo al­gunos episodios, amplificados por los medios de comunicación y de­terminados sectores políticos, de po­sible vulneración de tales derechos. Algunos se afanan en afirmar, que no demostrar, que Es­pa­ña es el país con más encarcelados por delitos de opinión a nivel mundial y que tenemos merecido ese primer puesto en el ranking mundial de intransigentes. Otros, por el contrario, apoyan la mano dura contra quienes se salen del tiesto, desprecian la corrección política, las buenas maneras y determinadas convenciones sociales.

Así, mientras que  el Gobierno ha manifestado que pretende reformar la actual legislación para que no conlleven penas de cárcel e incluso algún partido político propone suprimirlos totalmente, para los estamentos conservadores no es ni “ur­gente” ni “necesaria” la reforma penal que plantea el Gobierno para eliminar las condenas de cárcel en los delitos relacionados con la libertad de expresión y ha censurado que se busque despenalizar esas conductas, subrayando que la libertad de expresión está “perfectamente garantizada” en España por ley, ley que muchos pensamos que está basada conforme a un concepto jurídico un poco laxo como es “perturbar la seguridad ciudadana”, sujeto a posibles interpretaciones interesadas. Y en esas estamos. Para unos, tanto y para otros tan poco. 

Es cierto que muchos artistas, raperos, tuiteros, periodistas y políticos han sido condenados (que no necesariamente en­carcelados) por delitos de opinión, por po­sible colisión de su derecho a la libertad de expresión con delitos tipificados en el Código Penal, como las injurias al rey, el escarnio contra los sentimientos religiosos o el enaltecimiento del terrorismo. 

No me gustaría que a estas alturas de nuestra historia pueda parecer que es más complicado salir a la calle a protestar y reclamar derechos que hace algunos años y que las leyes actuales se puedan estar utilizando contra el activismo social y reivindicativo. 

Es una verdad innegable que al poder nunca le ha gustado la contestación, el reparo social o el cuestionamiento de algunas decisiones y normas por parte de la ciudadanía que se pueda ver afectada por ello. Pero de ahí a pensar que en un estado democrático como el nuestro (indudablemente con ciertas carencias y aspectos susceptibles de mejora), una reivindicación que se considera justa por quienes la llevan a cabo derive o sea pretexto para algaradas callejeras, ataque contra el mobiliario urbano (cuyo arreglo y reposición nos cuesta dinero a todos), enfrentamiento violento con los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y quebramiento de la paz ciudadana, hay todo un abismo. 

No sé yo si será mucho pedir que, de una vez por todas, se imponga el menos común de todos los sentidos: el sentido común. Los partidos políticos a los que no les guste el sistema que tenemos, que trabajen por mejorarlo; los que prefieran el inmovilismo que, como la Tierra, se muevan, y los que quieran expresarse libremente, que lo hagan, pero con un poquito de estilo e inteligencia, por favor. Porque, como dice el filósofo español Emilio Lledó, para qué sir­ve la libertad de expresión “…si no digo más que imbecilidades”. ¿Para qué sirve si no sabes pensar, si no tienes sentido crítico, si no saber ser libre intelectualmente?

En cualquier caso, ni todos los que acuden a manifestarse son niñatos o descerebrados, como sugería recientemente la presidenta de la Comunidad de Madrid, ni el impresentable Hasel es un héroe o adalid de la libertad de expresión. No. 

Me ha preocupado mucho que en una de las manifestaciones se veía una gran pancarta con un lema harto preocupante: “He­mos aprendido que de forma pacífica no se consigue nada”. Devastador, pero no exento de cierta razón, porque, a veces, parece que si no se hace el suficiente ruido y se utiliza de alguna forma la violencia, no se llama la atención sobre un problema o demanda y no se les toma en cuenta ni tiene repercusión en los medios de comunicación. Y eso debe preocuparnos y mucho.

Se debería ir más al fondo de la cuestión y preguntarnos por qué la inmensa mayoría de los que protestan, que han nacido bajo el paraguas de la democracia y un régimen de libertades aceptable, puedan caer bajo el influjo de los violentos, que son los menos y los responsables de que unas manifestaciones, en principio alentadas por una causa justa, se conviertan en un boomerang contra ellos y deslegitime los intentos de muchos de blindar nuestro inalienable derecho a la libertad de expresión.

Porque no es baladí que, tras la grave crisis sanitaria y económica que estamos padeciendo, que está azotando de manera brutal a los más jóvenes en su formación y expectativas de futuro, hacer un tratamiento sesgado de  lo ocurrido según los intereses de unos y otros puede inflamar todavía más el ambiente y conseguir que ese endémico cainismo que sufrimos casi desde el comienzo de nuestra historia como país, no nos haga ver más allá de nuestras narices.