miércoles, 24 de abril de 2024 00:58h.

Vemos, pero estamos ciegos

Esta aparente paradoja sobrevuela Ensayo sobre la ceguera, novela con la que conocí a José Saramago y que me impactó, tanto por la crudeza de lo narrado como por la maestría con la que el autor dejaba ver lo mejor y lo peor de la condición humana: el egoísmo y la maldad, pero también el amor, la solidaridad y la responsabilidad. 

¿Hasta dónde podríamos llegar, si, por suerte o desgracia, fuésemos los únicos que vemos en un mundo de ciegos? ¿Querríamos convertirnos en lazarillos de la humanidad? No podríamos, aunque quisiéramos. A lo más, ayudaríamos a los más cercanos. Normal: no somos titanes.

La novela plantea una situación distópica instalada en un tiempo cualquiera. ¿Ante una situación de gravedad desconocida prevalecería la razón, la empatía, el amor? Yo todavía tengo en las retinas las imágenes de las residencias de mayores durante los meses de pandemia. Las respuestas a la anterior pregunta nos la dieron en directo. Como en la novela de Saramago, también pudimos vivir en primera persona hasta dónde se puede llegar. Los ancianos hacinados y dejados a su suerte en las residencias, muertos por omisión de ayuda, fue un acto infame. Un crimen que espera su castigo. A la vez, ahí estaban los gestos solidarios: los aplausos a los trabajadores de nuestra sanidad, los jóvenes cuidando de sus vecinos…

Vivimos algo insólito. No sé si todos lo vimos.

Vemos, pero estamos ciegos. Esa es la conclusión final a la que llega la protagonista de la novela.

Estamos ciegos, cuando ciegamente confiamos en que nuestros derechos sean respetados y no somos capaces de exigirlos; cuando posamos la vista en otros y nos quedamos con su apariencia; cuando permitimos  que  sigan adelante con la devastación del planeta.

El pasado día 19 se conmemoraba el centenario del nacimiento de Saramago. Nosotros quisimos celebrarlo visitando su casa en Lanzarote. Allí están sus objetos más preciados, los relojes parados a las cuatro en punto de la tarde, hora en que el escritor conoció a Pilar del Río, el gran amor de su vida. Literatura, arte y humanidad se respiran al unísono en esa casa que no acaba, porque se abre al pueblo, al cielo y al mar en esa postal que nos brinda el jardín, donde un olivo, el que siendo sólo un esqueje llevó el autor desde el Alentejo portugués hasta la isla, rubrica la paz en el aire.

Una isla para vivir, para sentirse mecido por las brisas y el agua sabiendo que bajo sus pies está el fuego destructor y creador. 

Hay una frase en la novela que dice: “Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”.

Esa cosa es lo que el ser humano busca desde siempre, se le puede dar el nombre que queramos. Lo cierto es que se materializa en lo que somos, que no es más que lo que hacemos, porque si algo nos define son nuestros actos. Quizás, entre dos elementos contrarios se forje nuestra propia existencia; como esas islas que surgen del fuego del interior de la tierra en contacto con el agua. Que sean páramos o paraísos, depende de nuestro quehacer diario.

Leyendo a Saramago siempre habrá quien sepa ver.