viernes, 29 de marzo de 2024 00:03h.

El otoñó del patriarca

En  los últimos periodos electorales, se me viene a la memoria la novela El otoño del patriarca

Puede ser debido a esa paulatina, pero progresiva negación del sistema democrático que atisbo asentada en parte de la población y que se traduce en un: “todos son iguales”. Frase que, muchas veces, los representantes políticos refrendan negándose a dialogar con el oponente o haciendo oídos sordos a lo que los ciudadanos exigen.

En la administración de un pueblo o ciudad, la cercanía y la escucha al movimiento vecinal, a las asociaciones culturales, ecologistas,  empresariales…, a las personas que tienen ideas que aportar al municipio, debería contar como proyecto básico del equipo de gobierno. La participación ciudadana es el tejido que sustenta una democracia, lo que le da fuerza y vigor.

Por eso, en fechas como estas, la novela  me viene al pensamiento, porque la democracia en la que vivimos es siempre algo que celebrar y festejar. Son muchas, demasiadas, las personas a las que debemos un brindis que se traduzca en ese voto en las urnas. Pero la democracia, el mejor de los sistemas de gobierno conocidos, ni es ejercicio de un instante ni es algo perenne por sí misma, hay muchas formas de socavarla y revertirla, y la más peligrosa puede aparecer por una pequeña fisura apenas perceptible, una erosión que hace crecer y  ensanchar las distancias entre electores y elegidos.

En El otoño del patriarca se encuentra la antítesis de la democracia. La novela no sólo narra el ocaso de un dictador, habla del ocaso de las dictaduras nacidas al amparo de los colonialismos. García Márquez construye la historia en un tiempo sin medida en el que la sombra de la figura del tirano se alarga por generaciones hasta perderse en la memoria colectiva de un pueblo cuya historia se ha diluido en una nube de mitos, fantasmagorías y supersticiones auspiciadas por la mentira y la violencia; tan sumido  en el estado de catalepsia provocado por el poder que sólo advierte el cambio cuando: “Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial… y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Sólo entonces nos atrevimos a entrar”.

El dictador había muerto,  y a su alrededor sólo había mierda. Todo estaba en plena descomposición, en estado de abandono y de ruina. 

Esa es para mí, la gran metáfora de toda la novela: el país entero oliendo a podredumbre. Ese es el olor del poder único, desmedido y sin tiempo. El olor que se instala en todos los estamentos de la sociedad que calla, pues la palabra le está vedada. Ese era, para García Márquez, el olor de las dictaduras que hicieron del continente Sudamericano su corral y prostíbulo. Dictaduras de generales crueles y analfabetos, que no sabían qué hacer ni qué administrar sino la estadía, por tiempo infinito, de su propio culo en la silla presidencial.

Hay un párrafo de María Zambrano en Persona y democracia que debería hacernos reflexionar, dice: “Si se hubiera de definir la democracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo está permitido, sino exigido, el ser persona”.

Y la persona no es sólo personaje, ser que actúa, sino ser creciente. Tenemos la obligación ineludible de generar con todo nuestro ser ese crecimiento que se traduzca en una vida más humana. Formándonos y educándonos para poder decidir con responsabilidad, para saber exigir y saber escuchar.