'Entre maullidos y zureos': segundo movimiento

Los tres primeros poemas de este segundo movimiento de Emilia García

Se abre esta parte del poemario con un tiempo más pausado, también más íntimo. En él aparecen los recuerdos que más que eso, son emociones, calor, abrazo tierno de mis seres más queridos. Allí, en el territorio lejano de la infancia, siempre estará mi padre, mi madre y mi querida abuela María; maestra en protección de mis escasos años, cuando su patio era mi paraíso.

Estos son los tres primeros poemas de este segundo movimiento.

El secreto de las voces

 

Mi padre me enseñaba

el secreto de las voces,

pacientemente,

noche tras noche.

 

Sobre sus rodillas

se alargaban las horas

en el horizonte de la cartilla escolar.

 

Las primeras letras,

los primeros sonidos

La S de semilla, de sartén, de sauce.

La S con su sonido silbante.

La S de preguntas, de abrazos, de sueños.

La S susurrada a media voz.

La S que inaugura y acaba los silencios.

La S de sol, de sábana, de sombrero.

 

Mi padre me enseñaba

el secreto de las voces,

amorosamente,

noche tras noche,

hasta que accedí

al rumor sinuoso

de los plurales.

Paciencia rosa

 

Mi madre,

con paciencia rosa

bordaba la luz de los amaneceres.

Esparcía la luz por los rincones,

llevaba la luz en sus manos.

 

Mi madre,

maestra en urbanidad,

me enseñó a dar los buenos días,

las buenas tardes, las buenas noches.

A dar las gracias

y a ceder el asiento a los mayores,

pues en ella la  educación

empezaba con el respeto y la cortesía.

 

Siempre,

siempre la veo

con una flor blanca

besándole las mejillas.

Acuarela

 

Mi abuela María tenía un jardín,

un patio como una acuarela.

Allí la higuera y el hibisco se abrazaban,

las gitanillas alegraban el muro

con sus risas de colores,

los helechos extendían sus tallos

acariciando los pétalos redondos del geranio,

y la flor de la manzanilla

alfombraba el suelo del verano.

 

Mi abuela hablaba con las flores

como si fuesen las hijas que siempre quiso.

Les advertía del peligro de las heladas,

del cuidado con encharcarse,

del sol, cuando caía a plomo.

 

Y al rosal rojo, su preferido,

mi abuela le contaba sus  secretos.

 

Fue el primero en llorar su ausencia,

sus rosas rojas mudaron el color,

se fueron haciendo más oscuras,

hasta que al rosal, lo venció la tristeza.