Invisibles

Me removió la memoria El chatarrero, el reciente relato que nos brindó Francisco Gálvez. Y a esos seres imperceptibles hay que nombrarlos para que no se desvanezcan en el feroz olvido.

También tengo seres invisibles en mi haber; tanto rato en el planeta da tiempo a muchas vicisitudes; demasiadas de esta índole. Seres invisibles en tiempo y lugar: tiempo que se nos concede para conocer; lugar en el que estos seres son despreciados, ignorados, y, por razones que aún no sé dilucidar, nos toca ser testigos.

Trinidad y Domingo. Invisibles y burlados en su propio entorno, en el diseminado de montaña que habitan. Pastores y agricultores de supervivencia que arañan de la tierra con supremo esfuerzo lo que a otros parece no costar fatiga alguna. Pero gracias a la ausencia de codicia en sus almas, solo se quedan con lo que necesitan. En sus miradas prevalece la ingenuidad de niños y hay brillos con visos de felicidad, porque tienen cuanto el obligado vivir les demanda.

Me acogieron sin ‘hacerme el padrón’, como sí hicieron otros; costumbre esta de gentes que viven en lugares apartados del mundo, y que no se fían del forastero. Me ampararon sin preguntar jamás qué ambiciones me habían llevado a ese lugar, tratándome como a un igual, porque no percibieron visos de egoísmo ni de importancia personal.

Hubo ocasiones en que me auxiliaron con lo que tenían en justedad. Por cuatro perras obtenía un pan, algunos embutidos caseros, unas patatas y, cuando era posible, una botella de vino manchego de garrafa de arroba. Y en esas mismas ocasiones, compartimos chimenea, bota de vino y tabaco verde de liar cultivado con riesgo por ellos mismos; guardado en petaca de cuero desgastado. Fueron aquellos los momentos en los que dieron testimonio de su afición favorita: historias de misterios relacionados con cuevas. Siempre con respeto por esos santuarios y sin ceder nunca a mi petición de conocer la ubicación de esas grutas para poder visitarlas con mis ojos: ‘La cueva la encantá’, como la nombraban ellos. Me aseguraron que yo habría pasado cerca más de una vez, pero no podían decirme el lugar exacto porque era peligroso acercarse más de lo necesario. Veía en el brillo de sus ojos que disfrutaban como chiquillos sin maldad. Otra cueva que describían con verdadero arrobo, ‘la cueva del pedernal’, la describían diciendo que en su interior había una sala que en su centro tenía una mesa grande tallada en la roca, y sobre la mesa, labradas en la piedra, platos, vasos y otros enseres; así como los asientos alrededor de la mesa. Fantasía en estado virginal.

Era consciente de que aquellos relatos solo lo compartían con gente afín; el resto del mundo los habría tratado de locos. Y es que me parecía que esas historias hacía mucho que no salían de sus bocas.

Trinidad y Domingo. Seres de apariencia poco favorecida. Despreciados. Ignorados. Hace ya muchos años de todo esto, y porque parecían siempre cargar con un peso que no les correspondía, no me es posible garantizar que sigan en el planeta. Pasado el tiempo, les dediqué este breve poema:

Fueron labradores a cambio de paja;

 pastores de lo ajeno. 

Contadores de historias imposibles.

Trinidad y Domingo.  

Fueron pastores de sueños.  

 Seres, cuyas desolaciones,

fueron como recodos de mansos arroyos,

siempre ocultos,

donde arraiga la inaudita floresta.