Los azules del ocaso
Mientras que de este lado nos ocupamos en engarzar palabras ataviadas de belleza, claridad y toda la libertad a nuestro alcance, del otro lado, algunos, creo que muchos, han optado por esconderse en cavernas donde gastan su tiempo valioso en porfiar con sus sombras, provocadas por la escasa luz que entra desde fuera. Y es que está atardeciendo (de hacerse tarde para las importantes decisiones). Se hace preciso convocar la incuestionable influencia benefactora de los azules que suceden en el cielo y nunca penetran en las cavernas.
Creo que pocas lenguas, como la nuestra, son capaces de nombrar tantos colores, sobre todo para el azul, que es mi preferido. No ignoro el resplandor de los demás. Debe ser la luz del sur que, al ponerse el sol, exhibe una gama de azules con nombre propio. La franja de naranja intenso en el horizonte justo al ocultarse el astro, más que una despedida anunciando la oscuridad, se me antoja un clamor invitando a beneficiarse de su potente energía antes de que acabe el día, como si el día siguiente fuese una incertidumbre: “Haz todo como si fuese el último día de tu vida”, dejó dicho don Juan Matus.
Al iniciar su ocultación el sol, veo el azul celeste desvanecerse lentamente. Tras el deslumbrante naranja, se inicia el cortejo de los azules que mi mirada nombra según mi percepción: azul violeta (con nombre de flor); azul índigo (que nombra a un continente); azul prusia (otro territorio, europeo, a quienes disputan el nombre queriendo llamarlo ‘azul Berlín’. Cosas de la política entristecida); el azul marino, que da paso sin apenas transición al azul tuareg, que es el que cede el cielo al negro azabache de la noche. Y es en ese momento cuando podría oírse un blues del desierto que tanto gusta interpretar a los hombres azules del océano de arena.
En este sosegado evolucionar de los azules, como acordes sostenidos, parece que quisieran guiarnos con cortesía cósmica hacia el nocturno tenebroso que tanto temen las criaturas planetarias. Nos han contado que el azul es un color ‘frío’ que ayuda a alcanzar la calma; lo de frío es algo que aún no ha podido descifrar mi entendimiento.
Hay momentos en el atardecer que se hacen silencio: callan los pájaros; dejan de susurrar los insectos; el aire se detiene. Es un momento de transición, de expectación en el espíritu que invita a asomarse a los adentros, como si toda forma de vida se entregase a la contemplación de ver pasar la caravana de los azules. Sólo la forma de vida llamada humana continua empecinada en el ruido desatendiendo al cielo. Los más infames, preparando nuevas oleadas de destrucción mientras hacen recuento de muertos y hectáreas para su propio beneficio, ordenado por un dios que no han visto nunca ni verán jamás. Hartazgo para las almas.
Pero, entretanto, hay músicos desentrañando sublimes armonías que nos despiertan esperanzas inexplicables acerca de una luz fulgurante que se aproxima, así lo creo. ¿Nos salvará la música, la que dicen que amansa a las fieras; la que hermosea las plantas cuando están cerca; la que arrulla a las almas humanas cuando no encuentran la salida de sus laberintos...? Me gusta pensar que sí. Pero mi sí en solitario no basta; no tiene la influencia necesaria. Sería preciso un sí global que haga temblar los paralelos y los meridianos del planeta, haciendo enloquecer al GPS, porque todas las ubicaciones serían la misma ubicación, para que toda la humanidad deje de padecer el riesgo y el temor a perderse.