Macondo en mi recuerdo
Es uno de esos libros al que vuelvo siempre; el que abro por cualquier página sabiendo que, lea lo que lea, me volverá a entusiasmar. Su prosa espléndida, sus historias, sus personajes inverosímiles, tan reales en su irrealidad...
Fue en aquel tiempo de adolescencia cuando yo, ensimismada en lo hermoso, contaba estrellas desde mi ventana, y cada noche miraba la luna sabiendo que otros ojos la miraban también a la misma hora; teníamos un compromiso, un acuerdo tácito para ese encuentro íntimo, una cita furtiva en un cielo inmenso que nuestro romanticismo convertía en milagro.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en la que su padre lo llevó a conocer el hielo. Así empezaba el libro que me llevaría a descubrir con su realismo mágico qué había detrás de la anciana vestida de negro sentada en su silla de anea. Con la mirada perdida y las manos juntas, Úrsula era la viva imagen de la soledad. La veo ahora en la portada del libro que ha envejecido conmigo y recuerdo el momento en que la vi por primera vez. En aquel tiempo yo me movía entre el entusiasmo y el desconcierto, entre la risa y el llanto, entre los versos y los libros románticos, derritiéndome con las emociones de historias de amores que hacía mías y me hacían soñar. Ya entonces me gustaba leer. Mucho. Pasaba el tiempo perdiéndome en las vidas de otros, viajando con ellos, sintiendo con ellos, conociendo el mundo a través de sus sensaciones.
Cien años de soledad llegó a mis manos para marcar un antes y un después en mi afición por la lectura. La fuerza de su realismo mágico me envolvía, aquella prosa espléndida narraba lo inverosímil haciéndolo tan real que casi podía tocarlo. Recuerdo los atardeceres en un jardín con buganvillas donde, de la mano del que miraba la luna conmigo, comentábamos frases del libro que nos gustaban especialmente: El sol salió con tanta fuerza que la claridad crujió como un balandro... Macondo se nos hizo familiar como si aquel pueblo encantado formara parte de nuestras vidas. Paseábamos sus calles imaginarias devorando esa prosa maravillosa que nos enseñaba la magia, el sentir rotundo de unos personajes que no se parecían a ningún otro de los libros que leíamos. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo tierra. Muchas veces imaginé Macondo, sus árboles, sus hamacas, sus turpiales y petirrojos, su lluvia mansa de flores amarillas... “Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver y verlo como quiere”. Lo decía García Márquez, hablando de esa historia fascinante que él imaginó en un pueblo inexistente, lleno de vidas intensas que vivirán para siempre en las páginas de un libro inmortal. Un libro de soledades que me acompañaron siempre. Su autor, mago de las palabras, me hizo creer en los milagros llevándome con él a una casa llena de vida donde un enorme castaño veía las intimidades de un coronel.
Cuando supe que Cien años de soledad se vería en una serie de televisión, pensé en no verla, para no alterar ni un ápice el fascinante recuerdo del Macondo que el libro me enseñó. Pero me decidí a ver en imágenes a la Úrsula que conocí en las palabras, aquella anciana rotunda y sabia que le decía a su hijo: Si te encuentras por ahí a la mala hora, acuérdate de tu madre. Y empecé a ver la serie: muy bien recreado el paisaje, el pueblo, sus personajes... , todo lo que he visto antes paseando mis ojos por una prosa exuberante que me cautivó. La pantalla me acercaba los gestos, los detalles, las tragedias, la melancolía, el latido arrítmico de una pasión absolutamente irrepetible. Todo me invita a seguir la serie hasta el final, aunque sé que ninguna imagen de Macondo igualará la fuerza imparable de la palabra escrita. Entonces empezó el viento incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños...Vuelvo al Macondo imaginado. Vuelvo al jardín con buganvillas y a la luna para dos. Vuelvo a la magia de un encantamiento escrito que me envolvió para siempre con su lluvia de flores amarillas.