Cascarrabias
Tengo un amigo con el que, en nuestras conversaciones sobre lo humano y lo divino, pretendemos arreglar el mundo.
Por ello, nos gusta analizar la realidad y de sugerir posibles soluciones a los problemas que nos acucian. Pero mi interlocutor considera que no tiene por qué exponerlas públicamente, salvo en petit comité, pues está convencido de que no le corresponde a él, sino a otros, aplicarlas. Bien está.
Pero en mi caso, tal vez porque desde pequeño aprendí (porque me enseñaron) a interesarme por aquellos asuntos que me preocupaban o concernían y a hacerme preguntas incómodas sin creerme en primera instancia todo lo que oía (ya fuera en el colegio, en la iglesia, en el trabajo o en la televisión), tengo la mala costumbre de analizar y opinar de forma crítica y razonada sobre los asuntos que me conciernen, me preocupan o me conmueven.
“Me duele España”, decía don Miguel de Unamuno y a mí, será por la edad, me duele casi todo. Me duelen las injusticias, los genocidios impunes, la mala praxis y la falta de compromiso con los ciudadanos de muchos políticos, los abusos de poder, los silencios cobardes, los populismos, la manipulación, la desinformación y la mal llamada posverdad, esa distorsión deliberada de la realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales.
Es cierto que la honestidad suele generar menos ganancias que la mentira, pero creo que merece la pena, aunque a veces eso suponga algún dime y direte, un veto indisimulado o cierta incomprensión. Mi integridad no necesita aplausos, así que intento evitar buscar la aprobación externa porque así comprometo mi integridad. Solo necesito ser yo mismo.
Estamos en un momento clave de la historia de la Humanidad, pero no nos queremos dar cuenta. Nos estamos inmunizando ante las distintas tragedias que ocurren a nuestro alrededor y, si se cumplen algunos malos presagios, será verdad aquello de que vamos a dejar una peor sociedad en la que vivir a nuestros hijos, que en muchos casos, vivirán también, peor que sus padres. Desolador.
Se utiliza la mentira como herramienta de poder y se está consiguiendo que ya nadie crea en nada. Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal.
Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. “Con gente así, puedes hacer lo que quieras", consideran los propagadores de bulos, los inquisidores, los reaccionarios y los salvapatrias.
La verdad no requiere de nuestra participación para existir, los bulos y la mentira sí. Por eso, esa fauna destructora de la convivencia, de la democracia, de la auténtica libertad (no la de poder tomarse las cervezas que uno quiera) atacan con la boca, con declaraciones extemporáneas y a través de las redes sociales e, incluso, desde las propias instituciones. Algunos sabios, por el contrario, se defienden con el silencio. Y ahí es donde quería llegar.
Siempre me ha llamado mucho la atención que la gente, en general, no se arriesga a tomar posición, a expresar públicamente con argumentos, datos y análisis más o menos objetivos lo que piensan realmente. Un estimado profesor que tuve mientras cursaba el bachillerato nos insistía en clase en el valor de la coherencia personal y la honestidad intelectual: Decir lo que se piensa y hacer lo que se dice. Y la verdad es que no nos lo puso fácil, porque la vida me ha demostrado que, a veces como en el caso de esos sabios, es mejor el silencio que el ruido, la templanza que la incontinencia. “Si vas a hablar que sea para mejorar lo que estás oyendo”, decía mi querido profesor.
Pero, queridos amigos, a estas alturas me cuesta mucho quedarme impávido ante lo que me disgusta y lo que considero que no debe ser. Por eso, me siento como un viejo cascarrabias que parece no acaba nunca de contentarse. Tanto es así que a veces creo que circulo por la vida como si fuera en dirección contraria, al margen del rebaño y huyendo de los lugares comunes.
Decía nuestro añorado Joaquín Lobato que a veces se sentía como exiliado en su propio pueblo y mi tocayo Jesús, ante los gobernantes de su época, que su reino no era de este mundo. Menos mal que desde muy joven fui aprendiendo a nadar contracorriente y a no dejarme seducir por los cantos de sirena de la vulgaridad, la mediocridad intelectual, el borreguismo y los usos rancios y provincianos.
En fin, en este punto del camino me descorazona que se olvide nuestro pasado y que nos estemos condenando a repetirlo. Por eso, aplaudo la crítica constructiva, la opinión libre y meditada, la escucha activa y la implicación en los asuntos de todos, que aporten una mejor visión del futuro. Porque, como también decía don Miguel, “Más vale ser padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado”.