Casuarina

Tengo tras el ventanal una casuarina; árbol de la tristeza lo llaman. Sus ramas, movidas por el aire, juegan con mis cortinas a las sombras chinescas.

Me detengo a mirarlo de continuo y sí, algo de tristeza refleja su ramaje, una tristeza antigua; incluso cuando sus bayas florecen lo hacen tímidas.

Me habla el árbol cuando lo miro, me susurra a los ojos; me hace pensar. Mi árbol de la tristeza es hermoso, aunque su aspecto nada tenga que ver con el majestuoso roble; ni el verde de sus hojas, finas como agujas, tenga la exuberancia y la frescura de los ficus que circundan el jardín.

No tiene la casuarina la tristeza romántica y nostálgica de los sauces. La suya es sobria, con sabor a tierra; quizás por eso, aunque se estire hacia las alturas, sus ramas se inclinan hacia abajo un poquito, como queriendo rendir homenaje a ese trozo de terreno que le da sustento, que la nutre y la sostiene.

Tengo yo algo de casuarina. Siendo pequeña, cuando no llegaba a la pila para lavar los platos, me preguntaba el por qué todas las mujeres mayores iban de negro; o por qué mis abuelas  tenían siempre una mariposa encendida, día y noche, ante el retrato de mis abuelos a quienes no llegué a conocer. No me daba miedo la muerte; en mi mente infantil se había fijado la idea de que cuando un niño moría   (veía pasar pequeños ataúdes blancos por delante de casa); otro rompía a llorar; a respirar en un mundo que, para mí, no iba más allá de las lindes del barrio.

Yo también crecí queriendo tocar las alturas; aspirando a la luz, al conocimiento de algo que intuía y que asimilaba con espacios abiertos, coloreados por el azul del cielo y por el malva de nuestras montañas. Miraba a través de la ventana, pasaba las tardes contemplando los cambios, las tonalidades del horizonte, pensando y soñando despierta. ¿Era una niña feliz? ¡Por supuesto!;  jugaba, corría, saltaba a la comba, me encantaban los anocheceres de cuentos en el poyete de casa de mi abuela; pero  a la vez, era muy observadora; y lo que veía no era todo color de rosa.

Aprendí mirando, observando. La niñez de entonces era lenta, como creo que debe ser para poder asimilar nuestro propio contexto; ese terreno donde nos asentamos; donde damos forma a nuestros pensamientos; redacción mental que exige concentración, silencio y tiempo para relatarse, para expresar el continuo impacto que se produce entre nuestros cuerpos, nuestro ser, y  cuanto nos rodea. Esa continua e inevitable interrelación a la que como seres vivos estamos expuestos y que necesitamos descifrar para saber por qué actuamos de determinada manera; qué hay tras los hechos que nos conmocionan, nos hieren, duelen o alegran.

El pensamiento, como el amor, la esperanza o la belleza están ahí desde siempre, ocupando un lugar invisible, una especie de vacío. Ese vacío no tiene género ni edades. Está con nosotros o en nosotros; como Fernando Pessoa decía en boca de Fernando Reis: somos “el lugar que piensa”.

Esta casuarina tiene treinta y cinco años; lo sé porque la plantó un vecino nuestro a los pocos meses de habitar el edificio; la he visto crecer, ascender hasta mi altura al tiempo que me hablaba de cosas sencillas y de transcurso lento en un tiempo que no miden los relojes; de espacios en los que la tristeza tiene su razón de ser; de mundos que  no pueden  atrapar las cámaras ni admiten filtros; de lugares misteriosos, como nuestros corazones. Quizás sea ese el lugar, donde, entre latido y latido, se acune el pensamiento.

Hoy mi casuarina está más triste que nunca; los aires le traen los gritos de auxilio de sus iguales; de la vida que latía en esas miles de hectáreas calcinadas. Me pide ayuda y no sé cómo darle consuelo; mi casuarina no sabe de la maldad del hombre ni de la incompetencia de los gobernantes. Así que sólo puedo abrazarme a su tronco y llorar con ella.