Arreglar el mundo
Un científico tiene una gran idea para que su hijo de 7 años se distraiga y deje de distraerle. Coge una revista que tiene sobre su mesa, y arrancando una de sus páginas en las que se representa el mapa del mundo, la corta en pedacitos desiguales y se los da al chiquillo para que lo recomponga.
El niño se va con sus tijeritas, su papel de celo y el mundo hecho pedazos. El papá se frota las manos satisfecho pensando que ese puzle tendrá al pequeño entretenido durante semanas; pero, ¡Oh sorpresa!, a las pocas horas el niñito aparece en su despacho con el problema resuelto.
— ¿Cómo has podido hacerlo, si no conoces el mundo? — pregunta el padre.
— El mundo no, pero el hombre que había en la otra cara, sí. He construido el puzle del hombre, le di la vuelta y ya está —. ¡Listillo el chaval!
Estaba yo pensando en los ingredientes para preparar el arroz con bacalao cuando el programa “Arriba las ramas” de Radio3 me sorprendió con este relato de García Márquez. Arreglar el mundo es su título y lo podéis leer en internet tranquilamente, porque aunque yo lo haya resumido arriba, leer a Gabo es siempre delicioso.
Lo que os decía, escuché el relato con arrobo y al finalizar ya sonreía como una niña ante la moraleja del mismo: arreglar al mundo arreglando al hombre, me dije; y seguí con mis preparativos culinarios. Pero mientras rayaba el tomate, cortaba en tiras los pimientos o desmigaba el bacalao, la moraleja seguía dando vueltas en mi cabeza y las interrogaciones se abrían y saltaban sobre la encimera al ritmo que majaba el ajo y el perejil: ¿Conocemos el mundo? , ¿conocemos al hombre? A estas alturas de la historia la mayoría de ustedes dirían que sí, que no hay lugar del planeta que no se conozca y que al hombre se le ha estudiado desde todas las perspectivas posibles, así que mundo y hombre son conceptos y entidades perfectamente ilustrados y conocidos. A esto pongo mis reparos, porque si fuera cierto, no habría objeto de estudio posible.
Bullía el sofrito a fuego lento y yo seguía con el runrún.
Si me atengo a la idea de hombre como conjunto, como especie, si pienso en la humanidad, lo que propone el relato es abrumador. Tanto, como el observar cotidianamente el carácter y la naturaleza frágil y maleable que un conjunto o masa de individuos puede alcanzar. Basta la aparición de cualquier listillo oportunista ávido de poder para hacer de una comunidad su particular rebaño o manada, ya sea de ovejas o de lobos. Al hombre como masa, despojado de criterios propios, es fácil arrástralo a la debacle.
¿Entonces, habrá que tomar en cuenta al individuo, a la persona?
De una manera u otra, me digo, la tarea sería interminable. Arreglar al hombre para arreglar el mundo parece irresoluble. Y lo cierto es que nuestro mundo, este planeta, este trocito de universo, nosotros mismos, estamos necesitados de ayuda.
Pero, ¿y si le damos una vuelta a este pensamiento? ¿Y si en vez de ver una hoja con dos imágenes diferentes en cada cara pudiésemos ver las dos imágenes fusionadas? ¿Y si empezásemos a pensar en mundo/hombre como una misma entidad?
Pongo el vino blanco, el bacalao y el majaillo al sofrito. Dejo cocer unos minutos y añado el arroz. Se me viene a la cabeza el poema de Benedetti: “pero aquí abajo, abajo, / cerca de las raíces / es donde la memoria / ningún recuerdo omite, / y hay quienes se desmueren / y hay quienes se desviven / y así entre todos logran / lo que era un imposible…
Por unos instantes los interrogantes parecen haber escapado, como el humo, por la campana extractora, para dar paso a una certeza. Pienso en todas esas personas anónimas que de una u otra manera están paliando desastres, socorriendo, auxiliando a los heridos, protegiendo a los animales, denunciando genocidios, luchando por el medio ambiente, limpiando terrenos, sofocando fuegos… Personas con el corazón grande que se dedican a eso que parece imposible; como hacía el niño de la playa en el relato de San Agustín.
Pienso y me digo que sí, que ese puzle, ese mundo/hombre roto, puede recomponerse; que se está recomponiendo cada vez que alguien salva a alguien, cada vez que se besa, cada vez que tendemos la mano, cada vez que levantamos nuestras voces para denunciar injusticias, cada vez aunamos esfuerzos para el bien común; cada vez que mirando el amanecer sentimos el soplo de la belleza y nos dejamos abrazar y fundir con ella.
Mientras seamos capaces de sentir, mientras seamos capaces de amar, habrá esperanza.
Y ya sí. Apago y dejo reposar el arroz que, por cierto, está buenísimo.