Ser
En ocasiones me pierdo. No sé cómo funciona este mundo. No del todo.
Hay momentos en los que los conceptos tiñen todas mis dudas: escrituras estandarizadas sobre todo —amor, dignidad, respeto...—, olvidando en la mayoría de los casos rescatar la etimología de las mismas, y otorgándoles significados muy distintos a lo que la lógica aplicaría.
Me veo sumergida en un mar de conceptos que se vuelven diluidos con el paso del tiempo, con el uso, y con el abuso. Nada los sostienen, pues el ejemplo ha pasado de moda. Ahora se estila hablar. Mucho. Y de todo.
Uno de los conceptos que más me martillea es el de amor propio. Si lo sostengo por un momento y lo observo, no tiene ni pies ni cabeza. Es muy genérico, aplicable a todo, mal aplicado por cierto, y repleto de matices. La aplicación es deficiente, y creo que por eso nos cuesta tanto reconocerlo.
La confusión se ha convertido en parte de este mercado del bienestar, sosteniendo a ingenuos que buscan algo que solo existe en el mundo de las ideas. Peces en un estanque, esperando ser pescados, por un módico precio. Conceptos que rara vez veremos de manera íntegra en este espectro. Conceptos que rara vez seremos capaces de aplicar del todo.
El mundo de la teoría se ha convertido en una realidad paralela, una dimensión alternativa a donde acudimos cuando esta —la real— no resuelve, no satisface, o se vuelve insustancial. El “debería” ha sustituido al “está siendo”, llevándonos a tener experiencias vitales proyectivas más que intuitivas. Nos aleja de la naturaleza misma de las cosas. El amor propio es uno de ellos.
Los conceptos o virtudes no son complementos que me pongo y me quito. No son disfraces con los que juego a ser otra persona, ni espacios que creo para una experiencia específica. Las virtudes son redes que nos conforman y nos confirman. Son estructuras que se entrelazan, que se fusionan para ser parte del cuerpo mismo. Inseparables de nuestra propia cosmovisión, nos acompañan tanto en momentos de fortaleza como de fragilidad. No amarillean si están guardadas mucho tiempo en un cajón; lo importante es que estén ahí, esperando salir cuando deban.
Fingir un concepto, domesticar una esencia, volvernos replicantes, informantes de una realidad que no es real... nada más. La crudeza de lo imitado está en el frío que deja, en la escarcha que envuelve, en el gélido reclamo de un alma que muere de inanición.
Rebanar o fragmentar lo que somos para encajar no es ser flexibles ni moldeables. En ocasiones, no cabemos. Y eso también está bien.
Vivir sin miedo a ser un círculo en un mundo cuadrado. No rebatir si el alma grita por salir de una situación que no le pertenece. Dejarnos ser en el duelo, en la tristeza, en la amargura, sin esconderlas, sin adornarlas. Silenciar cada rincón de nuestro interior para dar paso al eco, a lo sostenido, a lo que vibra. No tener miedo a mirarnos al espejo, o a usarlo para desterrar a la misma Medusa.
Ser, sin tanto término, sin tantos hashtags, sin tanto marketing personal. Sólo ser.
Como sepamos. Como podamos. No como nos dijeron. No como nos aleccionaron.
Ser, con todas las consecuencias. Pero ser.