Polarización pactada

Ayer debatíamos sobre una noticia de RNE, y que tenía de protagonistas a los jóvenes: El franquismo, “la nueva moda indie” para muchos jóvenes que ignoran la realidad de la dictadura. A este titular le seguía algo tan sugerente como dañino: «Las estadísticas confirman que los jóvenes son más de derechas que nunca».

Y dicho así, en bloque, parece que hablásemos de toda una generación, pero no: hablaban, de forma descontextualizada, solo de una parte. Y ese matiz, hoy más que nunca, es crucial. Atravesamos un período histórico en el que la palabra debe ser cuidada con celo, y no únicamente por los llamados «ofendiditos», sino porque nos enfrentamos a un paradigma sin precedentes: el de aprender —o reaprender— a ponerle nombre a las cosas, por justicia.

Nombrar no es un gesto inocente. Como advirtió Norman Fairclough, el lenguaje no es un simple reflejo de la realidad social, sino una práctica que la produce y la estabiliza. Etiquetar, por tanto, no describe sino que ordena y jerarquiza. Da comprensión. En ese sentido, no sorprende que la simplificación se haya convertido en tendencia, más desde que lo virtual lo colonizó casi todo y los «totalitarismos» corren como la pólvora por la lengua de los más jóvenes, no tanto por frivolidad como por exposición constante. Y, sin embargo, siguen siendo ellos los señalados por defecto. Quizá por eso conviene romper una lanza a su favor: es precisamente por ellos —y para ellos— por lo que deberíamos esforzarnos en nombrar bien lo que sí tiene nombre y resistir la comodidad de las etiquetas que solo sirven para anestesiar el pensamiento.

Cuando se habla, por ejemplo, de «jóvenes exaltando el régimen franquista», se incurre en un ejercicio tan burdo como eficaz: la reducción semántica como técnica de control. No se analiza el fenómeno, sino que se construye un marco que delimita y hace de molde de reproducción. Se borran diferencias internas, se diluye el contexto y se fuerza una lectura unívoca. Teun A. van Dijk explicó en Ideology: A Multidisciplinary Approach (1998) que la polarización discursiva funciona mediante la oposición sistemática entre un «nosotros» moralmente positivo y un «ellos» degradado. El problema aparece cuando ese esquema no solo enfrenta extremos, sino que expulsa cualquier posición intermedia. Y eso, si echamos memoria, fue lo que pasó durante la pandemia.

A este mecanismo lo llamo polarización pactada. Llamo polarización pactada al arte de organizar una guerra que, en realidad, nadie quería librar, pero que se presenta como inevitable. Es un fenómeno deliberado en el que se empuja a la gente a moverse hacia los extremos, debilitando o directamente eliminando a quienes buscan mantener una posición moderada o reflexiva.

No surge por accidente, más bien es el resultado de la acción combinada de distintos actores —algunos visibles, otros invisibles— que, aunque no se coordinen abiertamente, se benefician de que el conflicto se mantenga activo. Su objetivo real no es convencer a los ya radicalizados, sino hacer inhabitable el centro, obligando a quienes podrían pensar con calma a elegir un bando. Cuando la neutralidad deja de ser posible, todo se vuelve más fácil de manipular y controlar.

En pocas palabras, la polarización pactada funciona como un mecanismo silencioso y persistente: no ataca los extremos, sino a quienes se resisten a sumarse a ellos, erosionando la moderación hasta convertirla en una anomalía dentro del debate público, porque el verdadero objetivo son las zonas seguras: esos espacios donde los moderados, los prudentes y los que rehúsan elegir trinchera aún pueden pensar con calma y mantener su independencia.

La estrategia es clara: sembrar sospecha y presión constante, hasta que incluso quienes no quieren pelear se vean obligados a saltar a uno de los extremos. Solo cuando el centro desaparece y los moderados se fragmentan, la guerra deja de ser un conflicto de intereses y se convierte en un terreno perfectamente manipulable.

En la polarización pactada existen varios grupos destacados a los que tener en cuenta:

Los extremos ideológicos: grupos o individuos con posturas radicales que no buscan resolver conflictos sino mantienen la polarización activa para reforzar su visibilidad e influencia. Los mueve mayoritariamente el control y los beneficios económicos que puedan conseguir de los «sectarizados».

Los medios de comunicación «sensacionalistas» y plataformas digitales: canales de difusión que amplifican conflictos, exageran diferencias y concentran la atención en los extremos, debilitando las posiciones moderadas. En las redes sociales se premia el conflicto, subiendo más rápidamente de seguidores aquellas páginas que instigan al conflicto.

Los actores estratégicos «invisibles»: políticos, líderes simbólicos de la cultura, asociaciones socioculturales o gestores de agendas públicas que no participan de manera visible en la confrontación, pero coordinan o ajustan indirectamente el flujo de información y la intensidad de los conflictos para que el centro quede desprotegido y sea más fácil de controlar. En ello, el beneficio está en el control de opinión pública.

No se trata de una polarización espontánea ni de un exceso emocional colectivo, sino de un proceso deliberado mediante el cual ciertos actores —mediáticos, políticos o simbólicos— trabajan para erosionar a quienes no han sucumbido a la radicalización inicial. No buscan convencer a los convencidos ni agitar a los exaltados: su objetivo son los moderados, los prudentes, los que aún sostienen la incomodidad de la duda. A ellos se les somete a una presión constante hasta que el centro se vuelve inhabitable.

Judith Butler ya advirtió, que el lenguaje no solo nombra identidades, sino que las produce, las hiere y las obliga a ocupar un lugar. En la polarización pactada, esa performatividad se extrema: no posicionarse deja de ser una opción legítima y pasa a interpretarse como una falta moral. La moderación se redefine como tibieza, a la complejidad se le asocia con la complicidad y, el silencio deja de ser respiro para convertirse en traición. El lenguaje deja de describir la realidad para imponerla.

El proceso es gradual y cuidadosamente dosificado. En una primera fase, las provocaciones son leves y solo interpelan a los más irascibles. En una segunda, el tono se intensifica y el radio de acción se amplía: el marco polarizado se infiltra en conversaciones cotidianas, sobremesas familiares y espacios informales. Finalmente, llega la fase crítica: la repetición constante del estímulo, el reciclaje incesante del conflicto, hasta que incluso personas serenas, bien informadas y conscientes del artificio abandonan el espacio de la reflexión y reaccionan desde la extenuación.

Este fenómeno no es una impresión subjetiva. Yochai Benkler, Robert Faris y Hal Roberts demostraron en Network Propaganda (2018) que los ecosistemas informativos polarizados tienden a castigar la ambigüedad y a eliminar sistemáticamente las posiciones intermedias. La arquitectura del discurso favorece la reacción rápida, emocional y visible, mientras penaliza el pensamiento lento y matizado. Así, la polarización deja de ser una consecuencia y se convierte en una técnica de previsibilidad social.

En este nuevo escenario, el control ya no opera como en el panóptico descrito por Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975). No necesita vigilancia constante ni castigos ejemplares. Como señala Byung-Chul Han, el poder contemporáneo actúa por saturación, por exceso de estímulos, por autoexposición permanente. No se nos obliga a pensar de una determinada manera; se nos empuja a reaccionar sin pensar. Y cuanto más visibles y viscerales son nuestras reacciones, más fáciles resultamos de anticipar y gestionar.

La polarización, por tanto, no es un accidente del debate público, sino una tecnología discursiva bien orquestada, de la que la polarización pactada es su fase más sofisticada: aquella que no necesita crear extremistas, sino destruir moderados. Frente a ella, el pensamiento crítico —ese que no grita, que no corre, que no se exhibe— se convierte en un acto radical. Nombrar bien las cosas, resistir la urgencia del posicionamiento obligatorio y no confundir volumen con verdad quizá sea, hoy, la forma más honesta de libertad de pensamiento.