La llama de Sofía
¿Habéis observado alguna vez cómo se agrietan esos preciosos lagos helados en primavera? ¿Y cómo esos surcos comienzan siendo pequeñas e indecisas grietas, hasta llegar a convertirse en grandes fisuras que rompen el hielo y deshacen la solidez de sus aguas?
Masas gigantescas, casi inamovibles, sólidas y bien estructuradas, derrotadas por un simple y sutil rayo de sol que, travieso y desvergonzado, se cuela entre los huecos de los árboles frondosos.
Así se sentía Sofía cada vez que observaba a Spes (Esperanza) o cuando esta se cruzaba en su camino, en peligro. No quería permitir que ese calor penetrara en ella, pues ese lugar frío y seguro le había costado demasiado tiempo construirlo, justo como necesitaba que fuera.
Sofía había levantado en sí misma un búnker, un desapego tan radical, que cada vez era más intransigente con quienes intentaban acercarse.
Incluso con Spes (Esperanza) sentía esa necesidad de protección. Como un animal herido que se aparta del grupo para no ser más dañado, mientras se lame las heridas, agazapado en la maleza para no ser visto.
Le había costado tanto esfuerzo levantar ese palacio, negándose a tantas cosas, olvidando tantas otras, que se resistía a renunciar a él.
La disfuncionalidad de ese acto la llevaba, a veces, a aislarse durante días, con la única compañía del sonido del mar o una buena canción. Desde ese minarete observaba a otros sufrir por amores y desventuras sin miedo a ser alcanzada por ese dolor.
En ocasiones incluso lo encontraba ridículo y se jactaba de ello. Pero no era más que su propia fragilidad asomando, recordándole que, aunque quisiera ignorarlo, había encontrado a alguien por quien valía la pena salir del caparazón.
Infidelidades, traiciones, mentiras, manipulaciones, amores sin sentido que desprestigiaban la palabra misma. Juegos de máscaras sin sustancia ni elegancia. Arlequines, autómatas del deseo y la apariencia, frágiles como ese lago, tan poco sólidos como el agua que corría bajo sus pies.
Vidas desnaturalizadas, amores líquidos, relaciones abusivas... todas lejos de pertenecer a algún plan divino, más allá de lo que la naturaleza misma había elegido para el hombre.
Y Sofía lo tenía claro: no quería ser parte de nada de eso.
Solo quería sentir su corazón en paz. Solo eso.
En verano hizo un pacto con ese órgano inservible al que tanto rencor le había cogido: dejó de hablarle. Lo silenció, privándolo de su única virtud: su atención.
Ya no buscaba entender su idioma, ni le importaban sus latidos. Es más, esos bombeos alterados y absurdos le molestaban cuando se precipitaban por algo que escapaba a su comprensión.
Lo usaba para otras cosas, otros anhelos, otras pasiones, pero nunca para una relación de amor hacia otra persona.
Llegó el otoño y, sin más, lo dejó secar. Parecía lo más inteligente.
Primero lo sangró lentamente. Le dio el tajo de gracia, como a un animal desollado, para asegurarse de que no volvería a bombear a destiempo.
Durante el invierno, ya hueco y sin fluido vital, lo arrojó fuera de sí, dejándolo a la intemperie para que el frío y el tiempo curtiesen su envoltura.
Se lo habían colocado en tantos sitios distintos que ya no parecía encontrar su lugar. Como si el corazón que su madre le había dado no fuera del tamaño correcto, ni tuviera las dimensiones adecuadas. Como si no le perteneciera. O tal vez los demás nunca supieron leer la sensibilidad que ese corazón escondía.
Se lo habían ubicado en la boca, en la mente, en el estómago, en la vagina, en las manos… en todas partes menos donde debía estar: en su pecho.
Y al llegar la primavera, ese corazón, seco y olvidado, quiso con fortuna volver a latir.
Así Sofía (Sabiduría) entendió que había cosas que pertenecen al ser humano, que no pueden arrancarse por completo, por mucho que una crea ser más inteligente que ellas.
Entendió que vivir fiel a la Esperanza la haría menos segura, pero más sabia. Y con esa llama, la llama de Sofía, encendió su sabiduría.