La hora de los gatos
La madrugada es la hora de los gatos. Quien convive con alguno en casa lo sabe.
En esa hora en la que la mañana dialoga con la noche y se abre paso, el sol comienza a entrar por la ventana reflejando en las paredes todo aquello que se interpone entre la luz y las sombras.
Antonia, pequeñita y curiosa, me despertó mirando cómo su reflejo la animaba a investigar. El movimiento frenético de su cola se proyectaba como un dibujo animado al que observaba atenta, sin despegar la mirada. Medía la distancia. Controlaba el salto. Hasta que se lanzó y descubrió que allí, en esa superficie vertical, no había nada que apresar. Salió del ángulo mágico y ya no podía verse a sí misma sobre la rugosidad del muro.
Parecía confusa. Pegaba su naricita recortada y sus bigotes despeinados en busca de algún rastro. Pero nada. Su archienemigo en las sombras se había esfumado hacía rato, llevado por el astro rey, que se levantó con ganas de burlar su inteligencia.
Una gata confundida por algo que había sido real… hasta que la luz iluminó la habitación y ya no quedaba oscuridad con la que jugar a los teatrillos de sombras.
Se quedó quieta, como sólo un gato puede quedarse quieto, intentando entender qué pasó, a dónde fue, si su sed de caza había quedado truncada.
Y pensé —nada raro en mí, por muy temprano que sea—: ¿y si nosotros también somos víctimas de este juego de luces y sombras?
¿Y si la caverna de la que hablaba Platón no era sólo un lugar de sombras, sino ese juego entre el fuego de Prometeo —la sabiduría— y la ausencia de ella?
Quizá el problema nunca fue un problema, sino un estado. Y tal vez mi gata me había revelado algo que yo no había entendido del todo.
Para ella, esa cola que azuzaba era real, tan real que la llevó a abalanzarse con toda su voluntad. Estaba decidida y preparada. No era una amenaza, sino una oportunidad para probarse a sí misma, para lanzarse sin demora.
Y contemplé cómo la luz, sin ser invitada a entrar, fue disipando la figura, sin necesidad de buscarla, sin forzar nada. Simplemente desdibujó lo que la noche había dibujado, lo que la ausencia de claridad había permitido.
Y como la espuma se entrega al mar en forma de ola, la luz entró y se llevó toda amenaza.
Aunque descolocada, Antonia quedó tranquila. Se tumbó mirando hacia el muro, por si la sombra regresaba, y se durmió.
Sentí entonces que era el ciclo natural de todas las cosas, de lo que yo también he vivido.
Todo comienza como una amenaza, algo confuso que se mueve entre dos mundos: entre claros y oscuros.
Nos detenemos ante las sombras, las aprendemos, las memorizamos. Intentamos actuar, sin conciencia, a veces con ataques. Hasta que poco a poco entendemos que no eran más que proyecciones, coreografías de sombras que la razón y la claridad terminan por deshacer.
Como Hades raptó a Perséfone, la razón se lleva a la noche y la despeja.
Y comenzamos a ver la realidad. Lo ilusorio pierde fuerza, desaparece sin lucha. Por sí mismo se disuelve entre las ondas de electricidad.
Entonces podemos ver. Podemos distinguir. Podemos ser.
Ahora, sin trucos ni argucias, nos quedamos observando algo que ya no está, pero que estuvo: que nos dio miedo, nos retó o nos confrontó.
Pero ya no hay nada. El alba tomó la habitación de nuestra mente.
A su debido tiempo, sin tener que hacer nada más que esperar con paciencia a que llegase la madrugada.
Por eso, es la hora de los gatos, y duermen durante el día.
Quien tiene uno en casa, lo sabe.