El desgarro y la belleza: historia de dos culturas

El sentimiento más universal es el miedo a la muerte y, ante esa certeza que todos llevamos a cuestas, el ser humano se inventa un lugar donde refugiarse: la cultura. Es un gesto sempiterno, algo que atraviesa el pensamiento, la razón y hasta la religión. Es, a la vez, expresión y fragilidad: una necesidad de sacar afuera lo que duele o de cubrirlo para que no rompa del todo. Y en ese intento, se desgarra quien crea y también quien mira. La cultura es un puente hacia lo simbólico y una forma de defendernos de la finitud, aunque sea por un instante.

Dentro de este mundo tan amplio, aparecen dos caminos que a veces se acompañan y otras se chocan de frente.

Por un lado está la cultura institucional, la que sigue los cánones que dicta cada época, cada poder, cada academia. Durante siglos no fue un espacio abierto al pueblo. No era para él. No la creaba ni la disfrutaba: solo la construía.

Ahí están las pirámides de Egipto levantadas por campesinos durante las crecidas del Nilo, los templos mesopotámicos que sostenían la autoridad de los reyes-sacerdotes, las catedrales góticas europeas. 

En España, esa misma lógica aparece en la construcción de los grandes monasterios, como El Escorial, en los que cientos de obreros levantaron el proyecto imperial de un rey; o en las catedrales andaluzas—Málaga, Sevilla, Granada—, obras interminables donde generaciones enteras trabajaron sin participar de la liturgia que sostenían. Los palacios renacentistas y barrocos, financiados por reyes y mecenas para exhibir poder, y las academias de Bellas Artes que durante siglos decidieron qué era bello y qué no, dejando fuera a pobres, mujeres y a toda estética que no encajara en su molde.

Por otro lado está la cultura del pueblo, nacida del hambre, del cansancio, de la esperanza y del desgarro. Una cultura que no quiere agradar, que ni siquiera busca convencer: quiere sobrevivir. En España abundan ejemplos que nacen desde abajo: las coplas populares, las romances de tradición oral, las saetas que salen del pecho, los verdiales malagueños, que son puro trance campesino; el cante de las minas, los fandangos, los cantes abandolaos, y las fiestas de los barrios, donde cada uno aporta lo que tiene. 

En la Axarquía existe una rica tradición cultural nacida del pueblo. Los verdiales de Comares y Montes, que encontraron un espacio natural para mantenerse vivos. Junto a ellos se conserva la tradición del trovo, especialmente en pedanías como Triana o Benamocarra, donde campesinos improvisaban versos como forma de expresión y desahogo.

Vélez-Málaga, mantiene fiestas y rituales que reflejan una cultura hecha por vecinos, mientras que la Semana Santa veleña muestra cómo generaciones enteras participan en la creación artística y simbólica desde los barrios. También existieron pandas y cuadrillas rurales en zonas como Lagos, Almayate o Mezquitilla, formadas por músicos campesinos y pescadores.

En Torre del Mar, los cantos marineros, la Romería ligada a San Andrés y la Virgen del Carmen, y los rituales del trabajo en el mar forman parte de un patrimonio emocional transmitido oralmente. Asimismo, fueron relevantes las coplas del romancero, recitadas en reuniones familiares, y la cultura vinculada a la caña de azúcar y los cítricos, que generó costumbres y expresiones propias.

Por último, los patios y corrales de vecinos, así como el teatro aficionado local, muestran cómo en la vida cotidiana surgían espontáneamente formas de arte, convivencia y memoria comunitaria. 

Todo eso nace sin permiso de nadie. Son formas de decir: «Aquí estamos».

El folclore que se transmitía de boca en boca para que la memoria no muriera. Cada una de estas expresiones es una rebeldía silenciosa contra la idea de que la belleza pertenece solo a los de arriba.

La historia nos demuestra que estas dos culturas —la institucional y la popular— siempre se han necesitado, aunque a veces hayan fingido lo contrario. Lo que nace en los márgenes termina entrando en los teatros y universidades, y lo institucional se alimenta de lo popular para no quedarse vacío ni repetirse. Nada permanece aislado; todo se toca y contamina.

Pero más allá del recorrido histórico, hay algo más profundo: cómo afecta al ser humano tener cultura o no tenerla.

Tener cultura —no solo la académica, sino la emocional, la simbólica, la que tú mismo construyes con lo que vives— cambia por completo la manera en la que una persona se entiende a sí misma. La cultura es un mapa interno: pone palabras donde antes solo había un nudo, nos hace comprender lo que sentimos y nos recuerda que nuestras dudas y dolores no son una rareza. Nos abre el mundo, nos despierta la imaginación, nos da herramientas para resistir.

Nos enseña que no estamos condenados al lugar donde nacimos ni al destino que nos dijeron. Que siempre hay otras formas de vivir, otras voces que escucharnos y otras historias donde reconocernos. Quien tiene cultura se siente acompañado, encuentra espejos, reconoce símbolos, siente que forma parte de algo que va más allá de su vida inmediata, y eso sostiene. Por eso las culturas populares fueron siempre refugio y resistencia.

En cambio, la falta de cultura —o una cultura recortada, domesticada o impuesta— empobrece la vida. Sin cultura, uno vive más cerca del silencio: sin palabras para nombrar lo que siente, sin herramientas para interpretar su realidad, sin un lugar donde reconocerse. La imaginación se encoge y el horizonte se estrecha.

Y a nivel colectivo, un pueblo sin cultura es un pueblo vulnerable: si no conoce otras narrativas, aceptará la única que le den. Por eso los autoritarismos han perseguido siempre libros, cantos, rituales y teatros: porque un pueblo sin cultura es un pueblo sin memoria.

Incluso en lo personal, la falta de cultura deja grietas: cuesta más compartir el miedo, elaborar la tristeza, sentir pertenencia. Donde falta cultura, crece el vacío. Donde hay cultura, crece la vida. Tanto la cultura institucional como la popular deben coexistir y mezclarse para que nadie quede fuera, para que nadie pierda su derecho a decir lo que siente, lo que teme y lo que espera, bajo la mirada comprensiva de los demás.

La cultura no es un adorno ni un lujo. Es un derecho, una defensa, un refugio, una brújula. Es la forma más humana de sostenernos frente a la incertidumbre y la muerte. Y solo cuando las dos formas de cultura se reconocen como necesarias, el ciudadano deja de ser un mero consumidor para convertirse en creador de su propio mundo. Ahí —en esa creación compartida, en esa mezcla de desgarro y belleza— es donde la humanidad encuentra su forma más digna de existir, incluso sabiendo lo frágil que es.