Sucedió una vez

Relato de Margarita García-Galán

Confieso que soy coqueta. Ya desde niña me gustaban las faldas bien planchadas, las trenzas muy bien peinadas y con los lazos  a juego con el vestido. Siempre que salía de casa me miraba en el espejo del viejo perchero de la abuela, del que tan orgullosa se sentía mi madre. Es de madera de Flandes, me decía mientras sacaba brillo a sus adornos dorados y limpiaba la luna de cristal antiguo, un poco gastada por las esquinas. En aquel mueble de madera, tan estratégicamente situado junto a la puerta de la calle, se fueron quedando mil gestos de infancia. Mis caras tristes, mis ojos de asombro, mis risas felices… Día a día mi imagen se perdía en la memoria antigua del mueble heredado que tanto gustaba a mi madre. Que tanto me gustaba a mí. Amante de los cuentos de princesas bellas y príncipes que se convertían en rana, cada vez que me miraba en él, de frente, de perfil, le hacía la pregunta obligada: Espejito, espejito, ¿hay alguien más bella que yo?... La niña ensayaba posturas, y el espejo, prudente, se apiadaba de esa coquetería infantil que entraba y salía por su transparente luna gastada. El espejo se dejaba mirar, pero, viejo y sabio, sabía cuándo tenía que callar. Y callaba.

            Cuento todo esto porque tiene mucho que ver con lo que voy a relatar seguidamente. Un episodio curioso, inesperado, de esos que te hacen exclamar sin remedio: ¡Tierra, trágame!

            Aquella mañana Elvis me despertó antes de lo habitual. Mi pequeño caniche tenía urgencia por salir y rascaba, insistente, la mano que asomaba por entre las flores malvas del edredón de mi cama. Yo, que además de coqueta soy dormilona, me resistía a levantarme tan pronto, pero al fin me apiadé del perrillo y abrí los ojos, y con mucha pereza empecé a quitarme el pijama para ponerme la ropa “de sacar al perro”. Hacía frío, y soy friolera. También. Así que pensé en dejarme debajo el pijama de ositos rojos y los calcetines de lana con adornos brillantes. No creo que haya gente en la calle con el frío que hace y tan temprano, pensé. Para no perder la costumbre, me miré al espejo. Al mismo espejo de siempre, el del perchero de madera noble que fue primero de mi abuela, después de mi madre y ahora llena, con su rancia memoria histórica robada al tiempo a golpe de muchas miradas a su luna biselada y hermosa, un sitio de honor en el pequeño pasillo de mi soleado comedor. Mirarme en él me devuelve un tiempo lejano con sabor a inocencia y a pan con chocolate.

Me miré al espejo, sí, y la imagen que me devolvió era como para no hacer la consabida pregunta de mis años de infancia: una señora entrada en años, con el pelo alborotado y las canas al viento; con su cara de sueño, rebelde al madrugón; con las gafas de estar en casa, la cazadora acolchada que el perro conocía bien porque siempre me la ponía para sacarlo a pasear, y mis adorables zapatillas viejas, anchas, de lana, con dos gatitos grises abrazándose y con la suela gastada. Pensé en quitármelas, porque no suelo salir en zapatillas ni siquiera de noche a sacar la basura. Qué diría mi espejo si lo hiciera.

            Elvis ladraba impaciente, moviendo el rabo sin dejar de mirarme, y con él salí precipitadamente a la calle. Nadie. No había nadie a simple vista. Suspiré con alivio, más aún cuando me di cuenta de que había olvidado ponerme el pantalón del chándal. Los osos amorosos de mi pijama lucían sus tiernas sonrisas desde sus insultantes y llamativos colores rojos. Por si fuera poco, con las prisas había olvidado también quitarme las zapatillas donde dos gatitos grises se abrazaban tiernamente… ¡Dios, qué pinta tengo!, pensé. Y miraba a un lado y a otro temiendo encontrarme a esa vecina madrugadora y un poco chismosa que está en todas partes, como si tuviera el don de la ubicuidad.

 –Vamos, Elvis. Vamos a esa calle que suele estar desierta, allí no me verá nadie con esta pinta tan grotesca.

La mañana fría aparecía empapelada con carteles de propaganda electoral. La farola de la esquina, las paredes del edifico en ruinas, el buzón de correos y hasta los contenedores de basura estaban cubiertos de rostros con beatíficas sonrisas anunciando proyectos de bienestar infinito. “Vota a Fulanito de Tal”. “Vota a Menganita de Cual”. Mejoras sociales, bajadas de impuestos, subidas de sueldos… El edén soñado, envuelto en papel brillante, a cambio de un voto. El cuento de la lechera, como siempre. Luego vendría tío Paco con las rebajas, como decía mi madre, y donde dije digo, digo Diego. Mi perro levantaba la pata en la esquina de siempre, que guarda en mil aromas distintos las feromonas de sus congéneres, mientras yo filosofaba y preparaba el guante y el papel para recoger los “restos” de su pienso nutriente aderezado con alguna salchicha que sobró de la cena. En una de las ventanas de la casa en ruinas, una paloma regordeta dormitaba aún con su pico hundido en su mullido vestido de plumas. ¡Qué envidia! ¡Con el sueño que tengo!… Es que no son horas, Elvis. Mi perro no entendía nada pero se agachó por fin. La cena hizo su efecto y me faltaban papeles para recoger las sobras. Me incliné, y con mi guante y mi bolsita dejé el suelo limpio. (Soy coqueta, dormilona y friolera, pero cumplo a rajatabla mis deberes de ciudadana). Y entonces sucedió: cuando levanté la vista del suelo, un chico sonriente me miraba tras sus gafas, y con un micrófono en la mano se acercaba a mí y me hablaba:

–Buenos días, señora. ¿Le importaría responder a unas preguntas?

Sin saber qué hacer ni qué decir, pensé en mi pijama, en mis zapatillas, en mi pelo despeinado, en mi cara de sueño…, pero no quise ser descortés y le dije que sí.

–Pues, como estamos en campaña electoral y veo que cumple usted con las normas sobre las mascotas, dígame qué le pediría a Fulanita de Tal para que las cumplieran también esos ciudadanos insolidarios que dejan las calles tan sucias.

Con la correa de mi perro en la mano; con la bolsita negra en la otra; con mi cara de sueño, con mi pelo revuelto, mi pijama de osos y mis zapatillas de gatos, miré al chico del micrófono y empecé a decir lo que pensaba sobre el tema.

–Pues, le diría a Fulanita de Tal que habría que hacer campañas publicitarias eficaces que llegaran mejor al ciudadano, porque…

El chico del micrófono me interrumpió.

–Señora, por favor, mire a la cámara.

 Al lado de la farola y como salido de la nada, un cámara me enfocaba inmortalizando  un primerísimo primer plano de mi estupor. Era la televisión. ¡La entrevista era para la televisión…! Trágame, tierra, pensé. Trágame con todos mis osos y mis gatos. No me podía imaginar que eso me estuviera pasando a mí. Tan temprano, tan de repente, en una calle olvidada dos madrugadores reporteros de la televisión local me pillaban in fraganti con mi exclusivo modelo fashion.

No quise verme, pero me dijeron que salí en la tele muchas veces. Mi omnipresente vecina aún me lo recuerda cuando me ve.

–Espejito, espejito, ¿por qué no me dijiste la  verdad?