La Arcadia tropical

Extracto del pregón de Francisco Gálvez en la aldea de Los Pepones en 2009

Los niños del Barrio del Pilar amábamos el campo, las aventuras, los juegos. Teníamos la suerte de que más allá de la ermita de la Cruz del Cordero se entraba en otro mundo, lejos del asfalto y del ruido, por donde nos llevaba mi padre a mi hermano y a mí desde muy pequeños para que supiéramos beber de una pita, chupar perilicos y poner trampas sin cebo porque me daban lástima los pajarillos. Un mundo en el que aún era posible para un niño correr aventuras reales, perderse en los campos, conocer cada árbol y hurgar en cada madriguera, bañarte en albercas, sufrir con las ortigas, hacerte mil arañazos persiguiendo a un conejo entre las matas o espinarte hasta la lengua un amanecer de chumbos y risas.

Mucho después llegarían el ordenador, la sociedad de consumo, el montón de leyes educativas, internet, la play, la wii, las tareas extraescolares, la sobreprotección de los menores llevada hasta el absurdo y todo esto que vemos hoy que impiden al niño ser niño la práctica totalidad del día.

Pero nosotros no éramos así.

Nosotros no queríamos ser así.

Los niños de entonces nos hubiésemos marchitado hoy como hojas en otoño.

Los domingos cogíamos la navajilla y el paquete de cigarrillos, que íbamos compartiendo por el camino, uno en cada sitio estratégico del recorrido, de forma que nos durase todo el día, y echábamos a andar. Conocíamos cada quebrada, cada ventisquero, cada barranquera, cada arroyo y cada piedra de unos caminos semisalvajes en los que nos sentíamos acogidos por la naturaleza como una regresión a la calidez del útero materno.

Un día, mi tío nos regaló una bicicleta a mi hermano y a mí. Y entonces nos lanzamos a conocer la Axarquía; al menos, el área que circundaba la ciudad. Nos maravillamos con la fertilidad de la vega del Vélez, llena de huertos y limones; cazábamos ranas en el río, echábamos carreras por los caminos polvorientos e, incluso, robábamos algún que otro melón para aliviarnos la sed y el hambre después de un día de aventuras.

Así fue como, un hermosísimo día de primavera, cinco niños en bicicleta arribamos a Los Pepones. No exagero cuando digo que nos sentimos como Erasmo en las Islas Afortunadas. Nosotros también nos deleitamos a nuestra manera, tal como el maestro holandés hacía en su Elogio de la locura,  con “el ajo áureo, la pance, la nepente, la mejorana, la artemisa, el loto, la rosa, la violeta y el jacinto, cual otro jardín de Adonis”.

Ese día, nos entretuvimos tanto que raro fue el que se libró del castigo. Pero había merecido la pena. Fue mi primer contacto con estas tierras, tan cerca y tan lejos como estaban, y se nos fue el día en un suspiro

Después, conforme nos fuimos haciendo mayores, cada uno tiró por su lado, pero algo de mí había quedado prendido para siempre de estas tierras.

En Demian, Hermann Hesse decía que la mayoría de los humanos vive irrealmente porque cree que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su mundo interior manifestarse. Se puede ser muy feliz así, por supuesto, pero, nos advierte el gran escritor alemán que cuando se conoce lo otro, ya no se puede seguir el camino de la mayoría. Lo otro, la exposición más gráfica de mi bosque interior, estaba aquí, entre aguacates y riachuelos, entre casitas blancas y amapolas bravías. Allí, en la ciudad, estaba lo necesario para configurar mi personalidad; allí estaban los libros y las oportunidades, pero aquí estaba mi cabeza y mi corazón.

Volver, siempre volver y poder uno sentirse libre.

Hace unos años, me sorprendió la noticia que hablaba de un hombre que había decidido dejarlo todo y recluirse en los bosques de Gerona. Allí vivía de lo que la naturaleza le proporcionaba. Imagínense: castañas, bayas, raíces, peces del lago, algún conejo despistado que acabara cayendo en sus rudimentarias trampas... Poco más. Al ser descubierto por unos cazadores, el sistema le cayó encima como una red de la que no podía escapar. Recuerdo el titular de El Periódico de Cataluña: "La Guardia Civil rescata a un hombre que vivía en condiciones inhumanas en el bosque".

“Rescata”, titularon, pero él no había pedido a nadie que lo rescatara; y sus condiciones de vida quizá no fueran las idealizadas por el hombre del siglo XXI, pero eran las que él había elegido, y había elegido la armonía con la naturaleza. No obstante, comprendo al sistema: ¿Cómo podría vivir sin ver la televisión en el último modelo de pantalla gigante de plasma; cómo, sin conocer el último fichaje de su equipo de fútbol; cómo, sin trabajo, sin responsabilidades, sin pertenecer a un colectivo en el que podría ser como los demás y pensar como los demás y actuar como los demás; cómo, sin consumir; cómo, sin hipoteca?

Sólo él y su libertad.

Y lo rescataron, claro.

Aunque, quizá, tuviese tiempo para murmurar los versos de Pessoa:

¿Para qué me volviste yo?

¡Deberías haberme dejado ser humano!

Hace muchos años que estas tierras me fascinan. Tanto, que, como la hermosísima canción de Triana, yo también le prometí a Inma que la llevaría a un lugar

donde brotan las flores

donde el río y el monte se aman

donde el niño que nace es feliz

donde pronto amanece

donde juegan los peces, junto a ti...

 

Pero nunca pudo ser. Algo confabula en las sombras para que me conforme sólo con recorrer estos caminos, con aspirar su aire y seguir añorando aquellos sueños de niño, aunque siempre he estado cerca, pues siempre he aportado un pequeño granito de arena al milagro del certamen de poesía y pintura que, como no podía ser de otra manera, es ‘A campo abierto’: abierto a los hombres, a los espíritus sensibles...

Y a la tierra mágica de este lugar.

Tan mágica y especial como la que encontró el hombre sin nombre de Tierra Virgen, de Alberto Vázquez-Figueroa, en el Amazonas. Aquel libro me llegó a lo más hondo del alma, porque el protagonista era yo. Un hombre que, hastiado de la guerra, del dolor y del sinsentido de una vida dominada por la prisa, la ambición y el dinero, conmocionado por la legión de perdedores que el tren del progreso va dejando por el camino -como hoy podemos ver perfectamente gracias al espectacular auge y posterior caída al vacío de la economía- decide exiliarse en la selva amazónica, sin más compañía que los inevitables libros, una choza junto a una laguna, una tribu salvaje de vecinos y mil millones de mosquitos.

Iba semidesnudo y descalzo, a veces pasaba frío y casi siempre calor y, en la época de lluvias, pasaba hambre al no poder cazar. Eso era todo lo que poseía, pero era dueño de sí mismo 24 horas de cada día del año

No tenía mucho, apenas nada, pero era libre.

Cambió la guerra por la paz, la ciudad por la selva, la multitud por la soledad, el humo por el aire, el estruendo por el silencio, el miedo por la calma, las fábricas por los árboles, el auto por el cayuco, el uniforme por la desnudez, las órdenes por la libertad, lo feo por lo hermoso, la civilización por la naturaleza.

Cambió lo político, por lo poético.

Yo amaba ese libro, y me sentía protagonista absoluto, pero también es cierto que no me era posible dejarlo todo, porque yo tenía lo que el hombre sin nombre jamás pudo conocer, yo tenía la Axarquía, yo tenía Vélez-Málaga, yo tenía Los Pepones. Yo tenía una tierra fértil, un clima bondadoso y un mar sereno. Yo tenía la paz que él buscaba, la selva que le acogió, la soledad que necesitaba, el aire limpio que deseaba respirar, la calma que el cuerpo le pedía, los árboles que le reconfortaban.

Yo tenía la libertad, la hermosura y la naturaleza.

Y la tenía aquí, tan cerca. En los Pepones.

Y, además, aún me quedaban muchas cosas por aprender, muchas experiencias por vivir y muchos, muchísimos libros por leer, aunque siempre me ha acompañado esa tristeza melancólica, de la que nadie como Margarita García-Galán ha plasmado mejor:

Estaba triste. Venia a vivir al mar y dejaba atrás otro mar de naranjos en flor.

Y, como ella, yo también conocí un día a alguien a quien le dije que me gustaba tomar el sol, leer Cien años de soledad, amar la música y pasear por senderos verdes.

Y no pude menos que recitarle:

 

Las amarras cortaste apasionada

 

de este bajel tan duro en que navegas

 

y en el mar de mi amor hoy te me anegas

 

como me anego yo por tu mirada.

 

 

Y la vida fue a partir de entonces un eterno deseo de retorno a la naturaleza, al asalto de una vida que me permita disfrutar del conocimiento y del encuentro conmigo mismo, con mi bosque interior.

Y entonces me encontré con los versos de Hölderlin:

 

 

Cuando yo era niño

 

un dios solía salvarme

 

del griterío y la cólera de los hombres;

 

entonces jugaba, tranquilo y bueno,

 

con las flores del bosquecillo,

 

y las brisas del cielo

 

jugaban conmigo.

 

¡Oh, vosotros todos, leales,

 

amigos dioses;

 

si supieseis

 

cómo mi alma os ha querido!

 

Y hoy estoy de nuevo aquí, en Los Pepones, rodeado de amigos, donde el destino me trae y me lleva a su antojo. Y hoy he vuelto a revivir aquellos años de niño. He visto arar la tierra, sarmentar las viñas, podar los aguacates, regar los campos y a una señora darle agua del botijo a ese despistado niño en bicicleta que era yo y no pude menos que alegrarme de volver de nuevo a mi Arcadia feliz, donde aún es posible el milagro de la naturaleza, la comunión con los demás, la vida sosegada.

Hace unos años, en plena locura constructora, yo pedí, imploré más bien, que si no podíamos oponernos al desarrollo urbanístico, si era inevitable, al menos que nos concedieran el derecho a la belleza. Pensemos en que igual que hoy nos enorgullecemos del legado que nos dejaron nuestros ancestros, los que vengan dentro de 500 años nos juzgarán con idéntico rasero. Traigan infraestructuras, carreteras y nuevas tecnologías, pero no maten la belleza. Dejen que uno pueda seguir emocionándose con el milagro encarnado de las amapolas, con la placidez nívea de los almendros en flor, con la lujuria verde de los aguacates.

 

Ojalá que los que vengan detrás lo hagan con el suficiente empuje como para mantener vivo el espíritu atávico que alumbra a los Pepones sin que eso signifique desaprovechar lo mejor que el progreso pueda ofrecernos. Ese equilibrio que he buscado durante toda mi vida y que aquí veo con satisfacción que es posible libertad y cultura, sosiego y progreso, naturaleza y prosperidad.