Carta a la vida

Escribir una carta a la vida es algo que no había hecho nunca. Mi primera carta, con sabor a escuela, fue para los Reyes Magos. Casi estrenando ortografía, junté unas cuantas palabras a duras penas para pedir aquella muñeca de trapo que me gustaba tanto: “esa muñeca con trenzas que está en el escaparate de la droguería que hay en mi calle …”. Entonces, las niñas sólo pedíamos muñecas vestidas de rosa y cocinitas de aluminio para jugar a las casitas, para aprender a ser mamás.

Después seguí escribiendo cartas, a mis amigas, a mis primos, a los vecinos de los pueblos donde viví. Eran cartas infantiles, sinceras, de esas que se escriben cuando se tiene todavía el alma blanca y la inocencia sin contaminar.  También escribí algunas cartas de amor, luciendo coqueta y tímida las primeras curvas que asomaban en la luna de mi armario, despertando poco a poco mis sentidos: “Hoy he visto al chico alto de los ojos azules y me ha mirado…”. Mezclaba los versos con esos impulsos adolescentes tan nuevos, tan importantes. Entonces la vida para mí era sólo eso, un amor esperando en la esquina de mi pequeño mundo, ese mundo donde una frondosa higuera era mi “baobab” y soñando a su sombra veía cada día, como el Principito, muchas puestas de sol.

Pero hoy te escribo a ti, vida, cuando ya es otoño, cuando he visto pasar desde mi ventana muchas primaveras. Mis ojos tienen la mirada serena que dibuja el tiempo, y mi piel la marca de las horas vividas minuto a minuto sin perderse nada.

Recuerdo hoy cuando te conocí, un día de agosto perfumado de mentas y resinas, mecido con la oscura música de los grillos. Mis ojos se abrieron al verde de una sierra grande, majestuosa, y mis oídos a la canción del viento, que acariciaba las lavandas del valle. Un río de agua limpia salpicaba las piedras blancas con su música mojada, y el pequeño pueblo de calles de piedra despertaba, como yo, al calor del verano. Su olor me marcó para siempre.

Las mujeres entonces lavaban la ropa en el río y la secaban al sol de su orilla, que las perfumaba de hierbaluisa y espliego. Las lavanderas volvían a casa con la ropa limpia en sus cestos de mimbre y cantaban por las veredas canciones de pueblo que yo aprendí, mientras crecía feliz rodeada de pinos, de ríos transparentes y de esas higueras verdes que eran mi escondite preferido, mi reino de verano. Los pájaros, los gatos y las lagartijas acompañaban mis juegos y tú, vida, vigilabas atenta mis emociones, pero seguías tu camino sin detenerte. Me veías aprender las letras en aquella vieja escuela de cantar himnos en fila, de beber leche en polvo en el recreo. Sol, río, casas, iglesia, cigüeñas…, palabras bellas que aprendí a escribir y aprendí a querer.

 Aprendí a amarte, vida, aprendí las infinitas sensaciones que pones a nuestro alrededor: prendarse de un paisaje, de un olor, de un sabor o de un sentimiento que te envuelve haciéndote olvidar casi todo; estar viva sintiendo un amor es algo único. Vivir amando, madurar amando, sufrir amando, envejecer amando.

Hoy te escribo, vida, desde ese tiempo sereno, desde mi añoranza de tiempos primeros, de esa inocencia que perdí en el camino. Hablar contigo frente a frente, como dos viejos amigos, es un privilegio. Porque tú has querido, crecí feliz al olor de la hierba. Porque tú has querido, me miré en otros ojos que sintieron la belleza como yo la siento. Porque tú has querido, acuné unos hijos sensibles a las puestas de sol y a la lluvia.

Me siento afortunada, he podido elegir mis caminos, que han ido cambiando, como yo. Las muñecas de ahora hablan, trabajan, cantan canciones, tienen pareja y ya no visten sólo de rosa. Las cocinitas son modernas vitrocerámicas que facilitan la vida. El sonido de las lavadoras ya no es la música de un río; modernas máquinas que dan vueltas y vueltas te devuelven en poco tiempo la ropa limpia y seca, aunque no huela a menta y a sol.

Tengo una casa cómoda donde leo libros  y oigo a Mozart. Soy razonablemente feliz. A veces me hace llorar la belleza que me brindas, a veces me hace llorar la injusticia: los niños que sufren, el mar que se muere, el cielo que se ahoga, las mujeres que no tienen la misma suerte que yo y son todavía prisioneras de algo, prisioneras de todo. Me da pena que se quemen los bosques, que se cacen ballenas, que se mate a las focas. Me da pena, una infinita pena, que te hieran, vida, que te hagan daño, a ti, tan milagrosamente hermosa.

Hoy te escribo esta carta desde la orilla del mar. Su intenso azul me deslumbra, su música fresca me calma. Hoy te escribo, vida, con renglones mojados de agua salada, con la esperanza todavía puesta en ti, en el futuro, que ahora veo mucho más cerca. Te agradezco que me tengas aquí, aún ilusionada, sana y lúcida, abierta siempre a ese abanico de sensaciones que me ofreces. No sé qué pasará contigo, no sé qué pasará conmigo. Tú seguirás tu camino arrastrando contigo los atardeceres de otoño y las mañanas de abril. Te llevarás las horas, te llevarás los sueños, las almas viejas, las almas nuevas, te llevarás a todos sin distinción. Yo también me iré, pero antes déjame decirte que me gustó Florencia, los colores ocres de Las Alpujarras, ver amanecer en el desierto y apoyar mi espalda en esas pirámides que son tan viejas. Me gustó leer un libro a la sombra de un árbol, me gustó pasear en silencio un amor, oír la risa cantarina de mis hijos, que fue para mí la  canción más bella. Me gustó sentirte, me gustó vivir.

Y si me dieras alguna vez una segunda oportunidad, si volviera a nacer, creo que no cambiaría nada de mi tiempo, mis aciertos, mis errores, las piedras y las flores de mis caminos. Borraría si pudiera la tristeza que veo a mi alrededor, el semblante amargo de la injusticia, y las guerras que nublan los amaneceres.

Si volviera a nacer estudiaría en esa universidad que se quedó esperándome. Literatura, filosofía, cualquier cosa que me abriera aún más las puertas a ese mundo apasionante que se esconde tras los libros, ese mundo mágico que tiene las respuestas de casi todo: de lo que fuimos, de lo que somos. Si volviera a nacer aprobaría esa asignatura que dejé pendiente, que se perdió en el tiempo entre amores de verano y nanas infantiles que ocupaban mi mente y mis días. Era otra universidad que me enseñó a querer, a educar niños, a contar cuentos. Una universidad donde los aprobados me los daban unos hijos, un marido, unos abuelos…. Su risa, su felicidad, eran mis sobresalientes. Aún sigo en ello, ahora con “jornada reducida” porque unos han crecido y otros ya no están.

Ha pasado el tiempo y han cambiado muchas cosas. Las mujeres de ahora ya no lavan en el río; las mujeres de ahora llenan las universidades, son ingenieros, cirujanos, bomberos, astronautas y hasta ministros de defensa que lucen embarazo mientras pasan revista a regimientos de hombres formados. Siguen pariendo, cuidando sus casas y a sus hijos, como siempre, pero ahora se sienten más útiles y más valoradas. El rosa ya no es “su”  color; el rosa sólo es un color.

Esta es una carta única, sentida y sincera, que te escribo desde la orilla azul de mi otoño. Seguiré contigo hasta que quieras, sentada en la arena de este inmenso mar que me conmueve. Déjame aquí si es posible, mientras me sorprenda la belleza leve de una amapola, el vuelo de las cigüeñas o la canción del mar. Después, cuando mis ojos se cierren al asombro y mi alma no responda a las emociones, entonces, vida, llévame a donde quieras, porque ya no me importará nada.