viernes, 19 de abril de 2024 22:26h.

Mí no entender

Hace algunos años, una persona -amable y generosamente- me pidió un poema para publicarlo en un libro de segundo de la ESO. Es decir, que unos niños iban a mamar literatura, a adentrarse en el bosque de la poesía, a navegar por el ancho mar de la comprensión lectora con un poema mío: un poema inmaduro, mediocre y mal estructurado. La petición encajaba dentro de una idea global pedagógica que podríamos resumir de la siguiente forma: lo próximo, mejor que lo lejano; lo conocido, mejor que lo desconocido; lo actual, mejor que lo pasado; lo contemporáneo, mejor que lo clásico; lo sencillo, mejor que lo complicado; lo evidente y lo directo, mejor que lo misterioso. Esa idea de pedagogía se sigue manteniendo a día de hoy. Y los resultados son evidentes. A ningún informe PISA hay que acudir para darse cuenta de que ese sistema infantiloide, ese sistema en el que se le da papilla a los jóvenes en vez de comida, ese sistema de sucedáneos alimenticios, ha hecho agua por todos sus boquetes.

Mis hijos, que ya están en el instituto, aún no han leído un solo libro importante de la literatura universal: sólo libritos de autores actuales y desconocidos, con palabras masticadas y con argumentos facilones. Eso sí, con mucho didactismo y con muchas buenas intenciones desperdigadas entre sus frases inteligibles y cortas. El objetivo: rebajar la complicación, simplificar, facilitar, en aras de una supuesta homogenización de la educación.
La pedagogía se ha rendido a lo fácil, a lo comprensible, a lo sencillo, a lo directo, a lo cercano. La pedagogía huye, como alma que lleva el diablo, de lo supuestamente complicado, enrevesado y misterioso. Porque parte de la base de que los niños y los jóvenes tienen paladares y estómagos cerraditos al caviar, y que tolerarán mejor los palitos de cangrejo. En el fondo, hay un tipo de pedagogía que desprecia la inteligencia y la capacidad de adaptación y aprendizaje de los más jóvenes.
     La pedagogía está masticando por mis hijos. Y yo quiero que mis hijos aprendan a masticar por sí mismos, con sus agudos incisivos y con sus robustos molares, que aún no han estrenado.
     Creo que es más enriquecedor y más fructífero que un joven de trece o catorce años se levante una mañana convertido en un repugnante insecto -y que no sepa a ciencia cierta en qué laberinto misterioso se ha metido- que le hagan leer una historieta simple, sin aliciente y sin misterio; una historieta  que seguro entenderá, pero que no le dirá absolutamente nada. Será más imborrable la huella que deje en los jóvenes la lectura de La Metamorfosis, aun sin entenderla del todo, que la lectura de una novela ñoña y descafeinada.
     Hay que entenderlo todo. Esa es la consigna de la pedagogía actual, que ha desterrado de sus dominios lo incomprensible, la penumbra y el misterio.
     Mi poema era fácil de entender. Pero seguro que a ningún niño le picó el gusanillo del misterio como lo hubiera hecho un poema de San Juan de la Cruz, de Machado o de Lorca.