miércoles, 24 de abril de 2024 00:01h.

El día después

Columna de Margarita García-Galán

A punto de acabar un mes de octubre que se resiste a mostrarnos su otoño, paseo por la orilla del mar entre gentes diversas que caminan como ca­da día mientras charlan dis­tendidamente. Les oigo hablar del calor, que no acaba de irse; de lo bien que se está en la playa, de lo cuidado que está el pueblo, de la oferta cultural tan entretenida que han podido disfrutar este verano. Y les oigo hablar también -có­mo no- de Cataluña. Día tras día, en el paseo, en los jardines, en los bares..., el tema más comentado era ese: el pulso de los independentistas catalanes al Estado. Entre opiniones distintas, tibias, firmes, o más o menos exaltadas, el de­nominador común de cómo solucionarlo, era que había que acabar con tamaño disparate. Un tema serio, muy se­rio, seguramente el que más polvareda ha levantado desde ha­ce muchos años, y que ha des­pertado las ganas de debatir, incluso a los apáticos en te­mas políticos. Un tema can­dente que nos preocupa a todos.

Hemos podido seguir día a día, en riguroso directo, un espectáculo bochornoso, un manual de cómo saltarse la Ley, sin provocar el más mínimo sonrojo en aquellos que abanderan la independencia haciendo leyes para ellos saltándose la Constitución, que es la ley de todos. Cualquier idea es lícita, cualquier opción política es respetable, aunque no la compartamos, si sigue el camino de la legalidad. Y si hay que decidir que Cataluña sea o no independiente, quiero que también me pregunten a mí. Tengo derecho, todo el derecho a decir que no. No quiero sentirme extranjera en un trocito de España que me encantó conocer un día. 

Recuerdo sus calles, su Ram­bla hermosa, su barrio gótico, y ese plaza de Sant Jau­me que ahora vemos con tristeza a diario; recuerdo la ele­gante sardana que vi bailar al son de una música autóctona.  Y recuerdo, sobre to­do, el impacto que supuso pa­ra mis sensibles ojos ver aparecer mientras caminaba aquellas impresionantes a­gu­jas de colores de la Sagrada Familia. Visitar la be­­­llísima obra inacabada de Gaudí es una de las cosas más gratificantes que guardo en la memoria. Pensé, maravillada, en lo hermoso y di­verso que es nuestro país. Sus tradiciones, sus paisajes, sus lenguas, su gastronomía, su idiosincrasia. No quiero que ese rincón tan peculiar sea una pieza suelta del crisol de bellezas que forman España. Lo pensé cuando vi a su gobierno declarar la independencia en medio de un es­pectáculo inverosímil. Lo pensé cuando se felicitaban unos y otros posando entre entusiastas alcaldes que blandían sus varas en actitud triunfal... Sinceramente, el grotesco espectáculo me hizo sentir pena. Pena por la imagen ridícula que daban al mundo; pena por los que creyeron en ello sabiendo que estaban haciendo un paripé. Después, la fiesta: bailes, fuegos artificiales, gigantes y cabezudos, y hasta el trotecillo alegre de un caballo de cartón piedra que se paseaba entre banderas con estrella sin entender nada. Como tantos. Co­mo yo. Mientras, la Ley -la de verdad- esperaba el momento para hacerse notar.

Y el día después llegó, y se fue desmoronando poco a po­co el castillet del despropósito. Un castillo en el aire, nunca mejor dicho, que nos tenía el corazón en un puño. La incertidumbre de los últimos días ha dado paso a una gratificante sensación de alivio. A paso lento, sin mucho ruido, la Ley va poniendo las cosas en su sitio. Mientras, aquel que abanderaba lo imposible y llamaba a la desobediencia, ha salido co­rriendo, sin barretina ni estelada, con nocturnidad y alevosía, para evitarla, dejando solos a los que reían y bailaban de buena fe celebrando una quimera. El día después sigue luciendo el sol. Sigue el mar bañando la arena por donde paseamos. Siguen los abuelos dormitando en paz en los bancos del jardín. Siguen los niños jugando en los columpios ajenos a las intrigas y batallitas de los mayores. La vida sigue su curso el día después del desasosiego. Unos pagarán los platos rotos, como no podía ser de otra manera; otros respirarán con alivio porque las cosas no hayan ido más lejos. Y otros, los que querían que este delirio fuera verdad, tienen ahora la opor­­tunidad de expresarse en unas elecciones autonómicas. Legales. Libres. 

Ahora sí.