jueves, 25 de abril de 2024 00:00h.

Corazón herido

Llega el verano con esa luz cegadora e intensa que ilumina todo el día, con ese calor tórrido que abraza la estepa. Busco la arboleda o la brisa marina, pero no encuentro el refugio de la sombra del árbol, ni la brisa llega para refrescarme. Porque el corazón de la naturaleza está  herido de muerte, debido a los incendios sufridos de sus bosques. ¡Tengo pavor, porque me siento morir! Así lo expresa nuestra sensibilidad. 

Lo triste sería perder  la sensibilidad, porque no nos conmovieran las imágenes de los incendios de los bosques. Incendios que se producen  cada verano con mayor intensidad. Lo más grave sería que no nos cuestionásemos la pérdida de los bosques, y la  gravedad que causa para la existencia de los seres vivos. A sabiendas, de que el estado de salud de la ‘madre naturaleza’ es un símil de nuestras vidas, porque si su corazón está herido, también el corazón de la humanidad está herido.

Desde esta columna os invito a reflexionar sobre el tema: denunciar el abandono de la vida rural; la falta de planificación del cuidado de los bosques; hacer buen uso del agua; la sequía... Recuperar los espacios de convivencias de las ciudades: las plazas, los parques con sus árboles cuidados. Liberar las calles de tanto tránsito de vehículos... Recuerdo en mi infancia que, después de una jornada de trabajo, los vecinos sacaban sus sillas a sus puertas y conversaban en las noches de verano, porque había espacio, y eran dueños del  ‘tiempo’, al que le daban un verdadero sentido y valor. 

Y se habla, y mucho, de las consecuencias dañinas que producen el cambio climático, pero la expresión ‘cambio climático’ se hace manida por el uso  y abuso del concepto, el cual termina por desvirtuarse.  Esta actitud conduce a la inmovilidad, la cual  impide actuar sobre el cambio climático. Se dicen propuestas para solucionar el problema, pero se posponen para hacerlas a largo plazo. Las razones de esa inmovilidad son evidentes: mantener los intereses económicos establecidos, y el miedo a que derribe ese poder; ese otro temor social de perder la vida cómoda, a la que, en  apariencia, hemos logrado y creemos disfrutar. (De esto, os he hablado en anteriores artículos, dando distintas perspectivas). Pero, en esta ocasión, quiero plantear el tema con un nuevo enfoque, y preguntar: ¿Emocionalmente, cómo nos afectan  los desastres naturales?

Respondiendo a dicha pregunta, obtendríamos un abanico de respuestas, y todas son válidas. Pero la encuesta ganaría por el resultado: pérdida de fe en la vida; pérdida de esperanza en el futuro. Cuyas premisas muestran la vida que tenemos: desenfrenada, de estrés, aparentemente cómoda,  pero desencantada.  Donde  desaparece el valor de ‘ser persona’, para convertirnos  en ‘números’, que se suman a la colectividad de individuos. 

Pongamos la fe en la ciencia, y ésta sólo al servicio de la vida. Recuperemos la esperanza,  de la que nos habla María Zambrano: “La esperanza es, hambre de nacer del todo, de llevar a plenitud, lo que solamente llevamos en proyecto”. “Y actuemos en calidad de ‘ser persona’ para renacer tantas veces como sea necesario”.  Exijámonos la obligación de dejar una buena herencia.