sábado, 20 de abril de 2024 00:25h.

La luz de papel

Artículo de José Antonio Fortes

También en nuestra comarca caló el acento multicolor y los blancos transparentes, creados por esos espacios donde el pincel aguado protege al papel del beso del  pigmento, provocando la luminosidad más natural que pueda existir en el universo del arte. 

Una mano inquieta, la sensibilidad a flor de piel, una sonrisa permanentemente amable y un suspiro anhelante de pasiones, que sustantiviza el genero femenino, nos descubren a una mujer que busca en esta forma primaria de superponer las transparencias en el papel, la armonía vitalista de la luz. Hemos caminado juntos, al encuentro de los vientos del arte, hemos conversado por las esquinas diásporas de los sueños, y allí, justo en ese espacio, he encontrado, en la más etérea de las pinceladas, a Magdalena Romero Gil.

El principio del tiempo de un arte especialmente volátil. En la mesa era el papel. Allí, casi acartonado, fibroso y absorbente, esperando el bautismo ungido con el que la mano, experta y delicada, aplicará los aglutinados pigmentos que llenarán de color el espacio escénico. En el mismo, el principal elemento impondrá, en forma de acuosa humedad, su supremacía. 

Iniciada la cualidad expansiva del venerable liquido, comienza el proceso de invasión de la superficie del pliego, sobre el que se proyectan una nebulosa de estallidos coloristas que, en aparente desorden cósmico, inician la función de impregnación en este frágil soporte sobre el que electrizantes pin­ce­la­das, de flujo espontáneo, distribuyen las propiedades físicas de estas materias, dando lugar a la aparición de manchas y sombras que configuran la idea que nos sugiere el artista. El pincel en su mano, con pulso enfatizado y vibrante será el remo con el que la autora navegará hacia el apasionante mundo del arte. 

Ineludiblemente hablamos de la acuarela. Esta manera plástica que camina unida a la misma antigüedad de los tiempos y que nació ligada a la necesidad de expresar lo cotidiano por los primeros seres humanos. Sus testimonios nos quedaron reflejados en multitud de lugares, algunos tan significados como las propias cavernas de Altamira. Desde entonces, hasta hoy, esta manera de comunicar, a través de la reproducción de imágenes fue conformando, en su evolución, un modo y una forma de expresión plástica.

Llegado el siglo XVI, aparece en Europa el primer signo distintivo de esta manera de pintar. Sería uno de los grandes maestros del renacimiento alemán, Alberto Durero, quién dejaría constancia de la calidad cromática que se podía llegar a conseguir por este procedimiento. Ahí quedó, en 1502, su famosa obra ‘La liebre’. De igual manera, en aquella época irrumpieron en el mundo de la acuarela otros grandes genios como Rafael Sanzio y el holandés Van Dyck.
Se podría decir que, en nuestro país, durante el reciente siglo XX la ‘acuarela’ tuvo su mejor santuario en la ciudad de Barcelona, de donde, quizás, absorbió la sinfonía colorista del modernismo reinante en la época. Fueron muchos los artistas destacados, entre otros, Lloveras, Nonell y Josep Amas. También en nuestra comarca obtuvieron un reconocimiento especial, como paisajistas urbanos, nuestros ilustres acuarelistas los hermanos Clavero, Francisco y Juan, también formados en la ciudad condal y verdaderos referentes de este arte. 

Posiblemente, fue esa ciudad la que contagió más intensamente a nuestra pintora, y le marcó el camino en esta senda tan singular. Magdalena Romero, aporta a este difícil genero la sensibilidad del gusto femenino, ese don misterioso que engloba mística y sensualidad para generar un modo de expresión en cuyo aroma se perciben los matices de la propia pincelada. En sus pinturas, las más diversas temáticas. Desde el exotismo de los personajes del desierto tuareg a los motivos florales, bodegones, marinas y bosques en los que el espíritu de las hadas se entremezcla con el elegante erotismo de las damas desnudas. No falta el gesto taurino, donde el remate estremecedor de una revolera envuelve al torero en una artística turbulencia en la que devora el viento.
Es indiscutible que la acuarela aporta a la pintura la inquietante frescura y claridad de su temblor. A diferencia del oleo, suele ofrecer menos dramatismo en sus relatos, sin embargo contiene el misterio latente que imprimen a la plástica las manchas y las sombras, abriendo todo un mundo de variedades cromáticas y sugerencias espirituales. Se puede y se debe decir, quizás con total rotundidad, que nunca el color blanco, en su empleo por las artes plásticas, tuvo mayor protagonismo. Y como dice nuestra poetisa, ya veleña, Silvia Prat, “la acuarela es un reto segundo a segundo”.  
Magdalena Romero conoce sus cualidades, sus dificultades, y en ello ha puesto su vida y toda su pasión.