martes, 16 de abril de 2024 00:00h.

¡Qué me dices!

Artículo de Jesús Aranda

La llamada prensa rosa, cuando se convierte en amarilla o sensacionalista, al igual que algunos programas de televisión, son un ejemplo del cotilleo más mediocre y detestable y de un mal uso del lenguaje. No ya por su procacidad, sino por el fin último que pretenden: el chascarrillo vulgar y morboso, la apelación a lo más bajo del espíritu humano, el mercadeo de las miserias e intimidades ajenas.

Soy de los que piensan que el lenguaje tiene una función importante como regulador del comportamiento del individuo y que es un factor decisivo que ayuda a la unión, comprensión y reconocimiento entre los seres humanos. En otros términos, hablar, escribir, utilizar signos, etc. de manera correcta y positiva vienen a ser procesos vitales que posibilitan la comunicación con los demás, aumentando la oportunidad de vivir mejor y ser más felices en una sociedad en crisis como la actual.

El lenguaje que utilizamos es nuestra tarjeta de presentación, un retrato casi infalible de cómo somos y cómo nos desenvolvemos en nuestras relaciones con los demás. Es una actividad única y exclusivamente humana, que nos permite comunicarnos y relacionarnos mediante la expresión y comprensión de mensajes. Todos los seres humanos necesitamos del lenguaje para expresar nuestras necesidades, pensamientos, sentimientos y emociones, además de para adquirir conocimientos, hacer abstracciones, etc. Pero cuando hay defectos en esta cualidad, se generan una serie de problemas que pueden limitarnos, condicionar nuestra conducta y marginarnos socialmente.

Es bueno señalar que esta cualidad no se refiere a un hecho puramente mecánico, ni tampoco a algo que se adquiere o se da de una manera natural, como aprender a caminar, sino que es algo mucho más complejo, y que detrás de todo esto está el hecho de sentir y pensar bien, el tener personalidad y ser mejor persona. El buen hablar es como una especie de cortesía que utilizamos cuando mantenemos una conversación con otras personas, y no tanto una corrección gramatical. Lo primero que hay que subrayar es que la lengua es, debe ser, noble, esto es, que no está hecha para ofender o tratar mal al interlocutor u objeto de conversación.

Un buen uso del lenguaje es incompatible con los gritos, las descalificaciones, los insultos y un uso interesado y espurio de las emociones, tanto en nuestro quehacer cotidiano como en muchos de los actuales dirigentes políticos, que con su ruido intentan suplir la falta de argumentos y parece que solo actúan pensando en sus intereses y la toma del poder. Y, así, con esta deshonestidad del lenguaje político, con esa perversión del significado de las palabras, es imposible hablar de los problemas reales y se dificulta la convivencia y trabajar, mediante el acuerdo, por el bien común, fin último de la política.

El escritor Fernando del Rey atribuye el presente griterío de nuestra clase política, además de a cierta impaciencia por conseguir el poder, “a las consecuencias del deterioro de las distintas crisis económicas, a la corrupción, a la falta de una conciencia política de consenso y a la acción de grupos organizados que alimentan el lenguaje del odio”.  

Para que bajen los decibelios y no se corrompan ni envilezcan las palabras,  no estaría mal que los políticos y el resto de ciudadanos utilicemos nuestro lenguaje con honestidad intelectual y coherencia personal: decir lo que se piensa y hacer lo que se dice, siempre bajo el tamiz de la positividad. Nos iría mejor a todos.

El arte de hablar es, pues, una tarea inconclusa, cuyas mejores herramientas son la observación y la práctica y la mejor manera de conseguirlo tiene que ser en nuestra actividad cotidiana: la conversación ordinaria en casa, con los amigos o en el trabajo, hablar por teléfono, ver la TV, utilizar las redes sociales… Hablar, debe convertirse en una fuente continua de placer para el que habla pero también para el que escucha. No hay que olvidar que para ser un buen orador hay que saber lo que se quiere decir, ser capaz de decirlo y, sobre todo, saber cuándo hay que callar. 

Según afirma en su libro La Ciencia del Lenguaje Positivo, el filósofo Luis Castellanos, promotor de la ética del lenguaje y el bienestar de las palabras, se ha demostrado científicamente cómo nos cambian las palabras que elegimos. Cada palabra cuenta, una a una, porque a través del lenguaje que utilizamos tenemos una cierta percepción del mundo e inventamos el lugar desde el que miramos y el que marca con su matiz emocional el tiempo de acercamiento entre las personas. Porque el lenguaje es, al fin y al cabo, el recorrido que realizamos hacia el otro y hacia nosotros mismos.

Si no, hagan un día la prueba. Cuando estén enfadados, tengan ganas de criticar o discutir con alguien, les apetezca desahogarse con algún insulto o improperio, o regañarse a ustedes mismos, recapaciten un momento y denle la vuelta a sus pensamientos. Intenten ver la parte positiva del asunto, cambien las palabras  elegidas que iban a utilizar por otras que reflejen empatía o comprensión, palabras amables y bien intencionadas. Tanto usted como sus posibles interlocutores lo agradecerán y se sentirán mejor, porque si cuidamos nuestro lenguaje, él cuidará de nosotros.