viernes, 29 de marzo de 2024 13:02h.

Pájaros en un cielo de estaño

Me siento a escribir y miro desde la terraza este pequeño bosque del que me enorgullezco. Lo miro y admiro dejándome arrullar por el vaivén de sus ramas y el gorjeo de sus pájaros. Escucho a los mirlos y tórtolas, a los verderones y herrerillos, y me pregunto a dónde irán  a beber, ahora que los aspersores se han quedado mudos y la rueda del agua no canta. 

Como ya sabéis, los pensamientos siempre vienen acompañados: aparece uno y enseguida otro, y otro. Llegan en bandadas, como los recuerdos. No es raro entonces que, mirando al cielo y pensando en las aves, revolotee hasta mi memoria una novela que leí hace meses, una de esas con las que se  disfruta de principio a fin. Se trata de Pájaros en un cielo de estaño, de Antonio Tocornal. En ella se nos relata la vida de los habitantes de un ficticio pueblecito de la Andalucía de la postguerra: Las Almazaras. A ese pueblo llegan los Van Vogelpoel desde su Flandes natal. En cuanto los lugareños supieron que Vogelpoel significaba “charca de pájaros” ya no hubo otro nombre para  esta familia que el de los pájaros. Al padre lo apodaron san Antonio por el color de su pelo y la tonsura natural que lucía. Esta peculiar familia, además de otras singularidades, se distinguía por la nube que los acompañaba allá donde fueran, propiciando que -entre otras muchas ocupaciones que san Antonio rotuló en su camioneta y con las que se ganaba la vida-, apareciera  la de Recursos hídricos; una bendición para los vecinos en épocas en que la sequía se hacía pertinaz.

Para el narrador, san Antonio era  todo un referente, la misma voluntad personificada, capaz de acometer cualquier empresa, por muy descabellada que pudiera parecer, para sacar a su familia adelante.

Esa fuerza de ánimo, de la que hace gala el personaje de la novela,  me lleva hasta  otro relato impresionante, pero que no tiene nada de ficticio. Es un hecho real que merece fijarse en la memoria colectiva como ejemplo de firmeza y pasión: la odisea que llevaron a cabo José Antonio Valverde y Francisco Bernis, dos ornitólogos y amantes de la naturaleza a quienes les debemos el Parque Nacional de Doñana.

Cuando, entrados los años cincuenta del siglo XX, estos dos amigos visitaron los humedales y quedaron maravillados. Conocedores de que en las fincas se querían plantar eucaliptos y pi­nos y dedicar el terreno a la industria maderera, Valverde y Bernis movieron cielo y tierra para impedirlo. Hasta los niños de Noruega salieron a las calles de sus ciudades para realizar una cuestación. ¡Querían salvar a sus patos! Los pa­tos que, desde aquel país, venían a pasar el in­vier­no a este paraíso: el humedal de Doñana. Esa iniciativa, protagonizada por los niños no-ruegos, fue una de las muchas que se llevaron a cabo en Europa. De verdad que resulta apasionante conocer todo el proceso. La tenacidad y el entusiasmo que Valverde y Bernis demostraron, las personalidades a las que recurrieron, los apoyos internacionales que recabaron, los ardides de los que se valieron para que el mismo dictador Franco accediera a declarar Doñana como Parque Natural, es una historia de tesón, de valentía y de amor a la naturaleza, única en la defensa del medio ambiente.

Vuelvo a mirar por mi terraza. En breve, la sinfónica que habita en la espesura, comenzará su concierto vespertino. Son nuestros alados amigos y no vamos a dejar que  pasen sed. Por lo pronto, les pondremos bebederos. ¡Ya os contaré!