miércoles, 24 de abril de 2024 09:40h.
Opiniones

Vacaciones en Roma

Hacia el final de la deliciosa comedia de William Wyler (Los mejores años de nuestra vida, La loba, El coleccionista, Ben-Hur…), en el romano Palazzo Colonna tiene lugar una multitudinaria rueda de prensa con la princesa de un supuesto pequeño país centroeuropeo, quien termina saludando personalmente, uno por uno, a los corresponsales extranjeros en Roma. Escena de Vacaciones en Roma, esta última, en la que el protagonista Gregory Peck (en el papel de Joe Bradley, del Américan New Service) y su fotógrafo aparecen acompañados por dos nombres sonoros del periodismo español de la época, el madrileño Julián Cortés-Cabanillas y el pamplonés Julio Moriones, que al saludo de la encantadora  Audrey Hepburn, en el papel de la princesa, se identifican: “Cortés-Cabanillas, ABC de Madrid”; “Moriones, de La Vanguardia de Barcelona”. 
      Entrañable escena para cualquier imberbe españolito de los 50. Más aún, si, como yo, cuando vi la película (¿al filo de los 60?) ya bebía los vientos por la Ciudad Eterna y por la joven actriz inglesa, que con Vacaciones en Roma (1953) hizo sus primeros pinitos para el cine de Hollywood. Amén de mis tempranas veleidades cosmopolitas y periodísticas.
     El argumento de la película se podría resumir así: Durante una visita a Roma, Ana, la joven princesa, trata de eludir el protocolo escapándose de palacio para callejear de incógnito por la ciudad. Así conoce a Joe Bradley, un corresponsal americano que busca una exclusiva para su periódico y aparenta ignorar la identidad de la princesa. La sin par pareja vivirá unas jornadas inolvidables recorriendo la ciudad inigualable. Como no podía ser de otra manera, se enamoran en un cuento maravilloso que ya es leyenda del cine.

Los diarios ABC y La Vanguardia eran la prensa de calidad de entonces; los mismos que yo compraba durante los cinco meses que en el verano de 1965 estuve en la capital de Dinamarca. Fue en Copenhague donde, a través de algunas ‘terceras páginas’ y otras crónicas del corresponsal en Roma del monárquico diario, —malagueño, marqués, poeta y mejor prosista— José Salas y Guirior, acabé por enamorarme perdidamente de la capital italiana. 
     A partir de aquellos felices días daneses, solo tenía un objetivo: a las primeras de cambio, “me voy pa Roma”. Pero no de cualquier manera, pensaba, en tren o autostop como solía por la vieja Europa. No, mi encuentro con Roma tiene que ser especial, incluso violento. En tren era un viajar lento y previsible. Al igual que el encuentro con la persona amada no puede ser calmo, tampoco el mío con Roma. Tenía la imagen en el cerebro: vista panorámica sobre la ciudad desde los cielos y descenso alocado hacia el abrazo. 
     Y eso equivalía a montarse en un avión. El problema era que por entonces no existían los vuelos chárter (en grupos y baratos). Bueno, ¿y qué?: pues me cojo un vuelo directo de la compañía Alitalia, de Barajas a Fiumicino. ¿Dineros?, equis hasta que quemarlos. Por la tabla de resultados, deduzco que el tiempo se me pasó en un santiamén, que los dineros no fueron tan pocos y que no me los gasté a lo loco, cuando en aquella cara Roma de la Dolce vita, de Fellini y Mastroiani, entonces la Hollywood de Europa, aguanté ¡dos meses! 
     Del aeroporto (renombrado Leonardo da Vinci, aunque popularmente se le sigue conociendo como Fiumicino), rápido a la stazione Términi. En mi fuero interno latía la sensación de que el amoroso encuentro con Roma se produciría cuando, en un caminar pausado y observante, me sumergiese entre sus calles en pos de su casco antiguo, histórico y comercial, captando al paso los aromas, humanos y urbanos, de su singularidad ‘eterna’. 
     De ahí que dejase mi par de bolsos en una taquilla de la estación, para poder afrontar ligero de equipaje la tarea, siempre difícil, de dar (rápido) con un alojamiento modesto, pero a mi gusto. Barrunto que buscaba una situación para mi cotidianidad romana, sencilla y vecinal, desde la que poder ‘contemplar’ el centro en perspectiva, tenerlo cercano, pero no vivir el día a día dentro de él ‘agobiado’ por su esplendor.
     Y tuve suerte. El inteligente taxista acertó de pleno, con la situación y las condiciones de la pensión. Al pegar en la puerta abrió una jovencita que me dejó patidifuso. Más bien, nos quedamos. Era una campesina de la zona de Nápoles, que hacía el servicio de la limpieza y allí dormía. La dueña, que vivía fuera, gracias la competencia de ‘Dina’, se había acostumbrado a aparecer por la pensión, cuando aparecía, cerca del mediodía. Oséase, que todo el campo era ‘nuestro’. 
     Definitivamente, después de aquellos dos meses romanos, salí de Roma doblemente enamorado. Y deprisa, dado que los dineros de repente se habían esfumado como por ensalmo, a pesar de los esfuerzos para que nunca llegara la hora de los adioses. Para la vuelta, obviamente en el tren de tercera, Dina me tuvo que dejar 500 liras. Las mismas que no volvió a ver por aquello de que, entre mi permanente distracción viajera, en efecto, ‘la distancia es el olvido’. Ingratitud que aún me persigue. 
     Naturalmente, uno de mis primeros propósitos era conocer en persona al corresponsal de ABC. Aquel ‘culpable’ de que —por sus crónicas romanas que le leía en Copenhague—, al año siguiente viviese en aquella Roma los dos meses más ‘redondos’ de mi azarosa y ya larga vida. Lo localicé por teléfono y quedamos citados en una de las bellas terrazas de la ‘piazza del Pópolo’. ‘Oveja negra’ del marquesado familiar, poeta romántico y mejor prosista, ya premio Mariano de Cavia, malagueño siempre, y sobre todas las cosas, ‘bon vivant’. En la corresponsalía romana había recibido la alternativa de Cabanillas, el de “Cor­­tés-­Ca­ba­nillas, ABC de Madrid” en Vacaciones en Roma.  
     Después, a partir del 75, nos ‘frecuentamos’ en ‘la revolución portuguesa de los claveles’, cuando él llevaba los asuntos de prensa del Don Juan de Borbón de Estoril. O junto con José María Amado, el de Litoral, en la Lisboa revolucionaria o en la Málaga de ‘Antonio Martín’. Su novela Un viento que pasa, premio Ateneo de Sevilla 1978, que se desarrolla en la Costa Amalfitana de Nápoles, al menos me compensó de mi incapacidad para acercarme a mi apetecida ciudad partenopea durante aquellos dos meses, cuando todos los días me decía, ‘domani vado a Nápoli’. 
     Al doble enamoramiento con el que me despedí de Roma, se le unió la frustración napolitana que todavía palpita. 

Despedida de Inéz  

Evocando aquella Roma con un invitado a la fiesta de despedida de Inéz, ‘la belga amiga de todos’ —en el veleño hostalito ‘El Africano’ de La Villa—, me sorprendía diciendo “yo nací en Roma”. No hace falta ser muy amigo mío para prever que de inmediato y al bulto me ‘lanzaría’ sobre quien patrimonializaba tamaña credencial. Máxime, cuando al hablarle de Pepe Salas, el corresponsal de ABC en ‘mi’ Roma de 1966, él añadía que su tío también había sido corresponsal en la misma ciudad… Moriones, de La Vanguardia de Barcelona. 
     Si grata estaba resultando la fiesta, emocionante fue el momento cuando, ante semejante evocación de ‘Quique’ Moriones —hoy residente en La Axarquía e investigador-ingeniero de la finca ‘La Mayora’—, de golpe se me vinieron encima aquellas amadas vacaciones en Roma (las mías y las del cine) de hace más de medio siglo.