jueves, 28 de marzo de 2024 09:28h.
Opiniones

Mi regalo de Navidad

Es costumbre secular y universal el agasajo entre personas, a modo de felicitación en fechas señaladas, como la Navidad en el caso de nuestras culturas de raíz cristiana. Lo que ya no es tan consabido es el tipo de regalo. Dilema que me permite la libertad de elegir el obsequio que me venga en gana, sin por ello transgredir las buenas maneras y las esencias de la tradición en estos menesteres.
     Y es que se me ha ocurrido felicitar la Navidad a los axarqueños con un fragmento del pensamiento (el que quepa en esta página) de Javier Gomá; vertido en el libro Muchas felicidades (Ariel) junto a los de Fernando Savater y Carlos García Gual. Y me gustaría hacerlo desnudo de datos, con el fin de ofrecer un pensamiento en sí, en tanto que fruto de un filosofar, sin por ello tener que sentir la ‘presencia’ del autor. También sin mi opinión, aunque obviamente el texto elegido, entre tantos, lo es porque me ha impactado. Por demás, ahí están Internet y You Tube. 
     Pensador o filósofo, aquí entendido como aquella persona que a través de su vida ha dedicado sus esfuerzos intelectuales, sociales y económicos, e incluso físicos, a desarrollar al máximo su potencial racional. Ejemplaridad de vida cultivada, ésta de Gomá, que a los deficitarios del pensar nos ofrece la oportunidad de ser mejores, pensando más y mejor.  
     Ya sé que, para este caso, la norma sería regalar un libro a cada lector, pero libros ya regalo bastante. Sí, mejor ‘un pensar’, a riesgo de que muchos me acusen de regalar humo…
 

El ideal democrático que ahora nos guía es, con mucho, el más elevado de cuantos han existido nunca. Nosotros, los contemporáneos, somos los mejores: la civilización democrática representa el mejor momento de la historia universal (no el mejor de los mundos). Para demostrar esta afirmación suelo recurrir al «velo de la ignorancia» que usó Rawls, pero no como él para diseñar una sociedad justa y bien ordenada, sino como test aplicado a la historia. 
     El test dice así: si no supieras qué posición vas a ocupar en una sociedad dada, ¿qué época elegirías tú para vivir? ¿Cuál sería tu elección si fueras pobre, enfermo, niño, anciano, mujer, extranjero, disidente, preso, etcétera? Unánimemente la gente contesta que hoy. Esta respuesta es muy elocuente sobre el progreso de nuestro tiempo en comparación con todas las etapas pasadas. El progreso material se ha multiplicado en paralelo al moral. No somos el mejor de los mundos posibles, como diría Leibniz y ridiculizaría el Cándido de Voltaire, pero si somos el  mejor de los mundos «sidos». 
     Lo interesante para mí ya no es si somos o no los mejores, porque es incuestionable que lo somos, sino por qué, si somos los mejores, el hombre contemporáneo no percibe este éxito increíble. Al contrario, por qué parece cundir por todas partes algo así como un malestar.
     Las razones son varias. La primera, es que la angustia y la pérdida de sentido parece ser el precio por ser individuales, al  menos en estos primeros pasos de andadura. Cuando el yo formaba parte del cosmos acogedor y nutricio, el sentido de su existencia estaba dado en ese orden. Cuando se desprende de ese todo cósmico y forma una nueva totalidad, el yo moderno, siente su dignidad de origen y su indignidad de destino, y le domina gran angustia. Ese spleen, ese ennui a que se refieren los poetas modernos. De manera que el éxito mayor que han visto los siglos como proyecto colectivo —la democracia contemporánea— es compatible con que los miembros de ese proyecto sientan angustia, desesperación y absurdo como tono vital dominante.  
     En segundo lugar, el hombre actual ha desarrollado un sentido amplísimo para su dignidad y a todo lo que ella le hace acreedor. Muchos son los bienes económicos, sociales, jurídicos, sentimentales y hasta estéticos que considera propios y dignos de protección. Un esclavo de la Antigüedad podía lamentar su triste estado pero no quejarse de él porque asumía que la esclavitud era natural y su vida carecía de valor en sí; hoy, en cambio, el no poseer una vivienda o no recibir una prestación no contributiva se considera un atentado intolerable a la dignidad personal, siempre a flor de piel. El «mínimo vital», aquél por debajo del cual estimamos que la vida sería casi invivible, se ha elevado extraordinariamente a consecuencia de un muy refinado sentimiento de los derechos emanados por nuestra condición de ciudadanos. Percibimos que son muchísimos más los riesgos que amenazan nuestra existencia por lo numeroso y valioso de los bienes ahora en juego, todos ellos potencialmente en peligro.    
     De manera que tenemos miedo no porque estemos privados de bienes materiales y morales sino, al contrario, porque somos ricos en ellos y tememos perderlos.
     ¿Quién propone el ideal? Desde el origen de la historia lo ha hecho una minoría pero esto ha dejado de ser así, afortunadamente. Desde que dos hombres se encontraron por primera vez allá en un pasado remoto en lo profundo de una selva, lo primero que ocurrió es que uno mandó y otro obedeció, y el primero creó un universo simbólico —cultura, moral, religión, costumbre— que legitimaba su dominio sobre el otro. Una «minoría selecta», dotada de educación, cuna, buen gusto y patrimonio, ha dictado siempre a la mayoría lo que tenía que pensar y sentir. Ha parecido natural que siempre la sociedad se haya estructurado en una minoría privilegiada y en una mayoría sometida a tutela. 
     Hoy cuesta mucho leer los razonamientos de Ortega y Gasset sobre esa minoría selecta de intelectuales llamados al mando por su mejor formación o inteligencia, minoría a la que contrapone una «masa» de hombres y mujeres cuya única obligación es... la docilidad a los selectos.
     No existe la masa —ese conjunto amorfo de personas— sino en todo caso muchos ciudadanos, cívicos, autónomos, responsables, críticos antes que dóciles. Y el deber moral de ejemplaridad no interpela sólo a ese pequeño e influyente grupo social que se autodenomina «minoría selecta», sino a todos los ciudadanos. Todos están llamados a la ejemplaridad y a la responsabilidad. La raya decisiva ya no es la raya que dentro de los estamentos sociales separa entre una minoría rectora y una masa vulgar, sino la raya, escrita en el corazón de cada uno de los ciudadanos, que separa entre las opciones ejemplares y las opciones vulgares.    
     En el siglo XX hemos comprendido la profunda verdad ética y belleza de la igualdad, basada en la dignidad de toda persona por el simple hecho de serlo y con independencia de otras circunstancias, que pasan a ser accidentales. 
     En esta tercera época que ya se está gestando lo decisivo ya no es ser libres, como durante la etapa subjetivista y romántica de la liberación individual, sino cómo «ser-libres-juntos». De la vivencia a la convivencia, y de la liberación a la emancipación.