viernes, 29 de marzo de 2024 00:01h.

Pollos congelados

Niños y niñas de todas las edades y adolescentes de edad indeterminada -algunos traspasaban con generosidad la treintena- corrían de un lado para otro, eufóricos, persiguiendo a los youtubers de moda, a los creadores de sus videojuegos favoritos, a los cantantes de rap free style, que se enfrentaban, unos contra otros, en desquiciantes peleas de gallo, en algún escenario del inmenso pabellón.

Acompañé a mis niños a la exitosa Gamepolis, la quinta feria del videojuego que se celebró hace unos días en el Palacio de Ferias de Málaga. Y allí, entre adolescentes blancuzcos, comprendí que no hay tanta diferencia entre los vacíos mitos de mi juventud -de los que ya nadie se acuerda, salvo en algún concierto revival, muy de moda últimamente entre los cuarentones nostálgicos- y los ídolos e influencers actuales, y que  en cualquier época y a cualquier edad, necesitamos ídolos, referentes, mitos a los que seguir y a los que imitar.

Somos mitómanos. Esa es la verdad: se tenga trece o cuarenta y cuatro años, se sea trabajador de un Burger King o doctor en Filosofía y Letras, se sea un analfabeto político o alguien con profundas convicciones ideológicas. La única diferencia será la sofisticación y la complejidad del mito al que sigamos. Todos tenemos mitos: El Rubius o Cervantes; el rapero Arkano o el Che Guevara; la última heroína de Marvel o Marilyn Monroe; la serie Juego de Tronos o las obras completas de Shakespeare; el mito de la monarquía o el mito de la república…

Desconozco si los mitos son consustanciales a nuestro espíritu y a nuestra genética y no sé, siquiera, si son necesarios para nuestras sociedades. Lo que sí creo es que el ser humano tiene cierta querencia al mito. En todo caso, suelo poner en cuarentena esa tendencia de pensamiento que se propone desmitificarlo todo. Actualmente, intuyo que existen ciertas filosofías e ideologías que quieren arramplar con todo mito viviente. El problema es que el mito, como la energía, ni se crea ni se destruye, sino que se transforma: nos cargamos un mito para sustituirlo inmediatamente por otro. Y no siempre el mito que viene es de mejor calidad, ni más completo, ni más rico que el anterior. En la cuestión de los mitos, creo que, como en la vida, la antigüedad es un grado, así que muchas veces prefiero a los mitos de siempre -los que han demostrado a lo largo de los siglos consistencia, razón de ser y productividad- a los que se han elaborado, con prisas y artificialmente, en algún despacho de ejecutivo de alguna multinacional. En fin, que prefiero a los mitos con cierta solera y con cierta raigambre en nuestra cultura y en nuestro inconsciente colectivo.

Cuentan que Albert Camus -un mito cultural del siglo XX- el día del accidente de coche que acabó con su vida, llevaba en el asiento trasero el ensayo de María Zambrano El hombre y lo divino. En ese libro, casi al comienzo, se dice lo siguiente: “Una cultura depende de la calidad de sus dioses”. Pues, más o menos, de eso trata el asunto: de si hay que comer pollo, mejor hacerlo de campo y no congelado.

Más que desmitificar, mitos de calidad.