jueves, 25 de abril de 2024 00:00h.

La vanidad

Artículo de Francisco Montoro

La vanidad es lo que mueve a los humanos. Es verdad que, para ser justos, debemos admitir que también hay otros motores, tales como el dinero, el poder, el sexo, el lujo, el arte, o las artes…) pero la vanidad es la gran estrella de los componentes motivadores. Casi siempre, si lo analizamos, en el fondo de la mayoría de las acciones está el deseo de quedar bien, de que se nos valore, que produzcamos admiración, reconocimiento, etc.
Y es que cuando vivimos, se nos van a primera fila los impulsos que nos mueven y, muchas veces, no nos damos cuenta, pero la gran palanca que moviliza nuestras acciones, nuestras intenciones, nuestros progresos, nuestras inclinaciones, se encuentran mediatizadas por el deseo irrefrenable de alimentar nuestro ego.

Competimos por vanidad, nos esforzamos por vanidad, luchamos por vanidad, peleamos por vanidad…

El alimento más poderoso de nuestras intenciones, aunque a veces no lo sepamos o admitamos,  es la vanidad. Somos elogio-adictos y la autosatisfacción por la alabanza es una droga poderosa y determinante que influye muchísimo en nuestros comportamientos.

Un viejo amigo, que ya no está entre nosotros, el médico don Jesús Flores González, verdadero experto en el tema, no solamente confirmaría y aplaudiría lo que decimos, sino que abundaría en el argumento, dado que era un profundo conocedor del asunto. Él utilizaba el elogio como “herramienta” para “controlar” y “ablandar intelectualmente” a sus amistades y oponentes ideológicos en las relaciones humanas. Se esforzaba en alabar a los tertulianos para que, debilitados por el placer-alegría que les proporcionaban sus elogios, quedaran a su merced intelectual. Don Jesús dominaba sobremanera el arte de “ablandar” al contertulio, que, en pocos momentos, quedaban a su merced. No sé exactamente en qué consistía el placer que a él le proporcionaba esa “dominación”, pero lo cierto es que la utilizaba con una fuerza y frecuencia muy señalada. Recuerdo que cuando hablábamos, en algunas de las tertulias que manteníamos sobre temas culturales y de actualidad política local, siempre, cuando trataba de utilizar su arma conmigo, alabándome sobre mis “capacidades dialécticas”, siempre le argumentaba con una figura que él y yo conocíamos: “las tijeras”. Le decía “don Jesús eso habría que cortarlo…”, incluso, a veces, simplemente le decía “don Jesús, las tijeras…” y él se moderaba al verse descubierto en el ardid y en la certeza de que, de seguir por ese camino, yo abandonaba la sesión. En más de una ocasión, en su libro Viajero en el tiempo citó “las tijeras de Paco Montoro” que, según decía, le desarmaban a él.

En fin, que la vanidad tiene un poder y una fuerza, que debemos conocer, tanto como palanca que mueve nuestras acciones, como “herramienta” de la que defendernos muchas veces, o, incluso, en ocasiones, a utilizar.

A  veces confundimos la vanidad con el orgullo. La vanidad es una debilidad, el orgullo una fortaleza. Mientras que la vanidad supone autocomplacencia por nuestras reales o supuestas capacidades y virtudes, el orgullo es la conciencia del propio valer. Ser orgulloso, u orgullosa, es ser consciente de las capacidades que nos acompañan, incluso adornan, y ello puede sernos de gran utilidad para emplearlas en bien de la sociedad y de los que nos rodean.

En los tiempos que corren, en los que la vida muelle al dictado de lo fácil se impone, y no es muy frecuente que reflexionemos sobre nosotros, nuestras debilidades, y el mar de estímulos, frenos y palancas que nos acompañan, sería buenos dedicar unos minutos serenos para vernos, mirarnos y observarnos, a nosotros mismos, con nuestras debilidades, fortalezas y vanidades. Premio garantizado.