jueves, 18 de abril de 2024 18:07h.

Defecando en Pompeya

El verano es esa época apacible en la que parece que no ocurre nada; en la que sólo asistimos, de manera somnolienta, a la con­templación de sobremesa del Tour de Francia; en la que los periódicos y los informativos de televisión se anestesian y se adormilan; en la que los grandes conflictos políticos se empequeñecen y se difuminan en una silenciosa ola de calor. El verano es esa época donde parece que todo se pospone. Y, sin embargo, es el momento en el que todo se va pergeñando, cociéndose, fermentándose, para irrumpir, con cristales rotos de  cruda realidad, en el nublado otoño. La vida, con sus sempiternos e inevitables problemas, navega por el río calmo y subterráneo del verano, para salir, arisca e impetuosa, cuando las primeras lloviznas salpican a octubre.

No está pasando nada. Pero posiblemente esté pasando todo;  bajo cuerda, en silencio, soterradamente: el problema catalán, aun en bañador y chancletas, no deja de sobrevolar por la calima veraniega. Ni el callejón sin salida venezolano. Ni la guerra en Siria. Ni el terrorismo internacional. Ni el futuro incierto de la Unión Europea. Ni el efecto de los tratados de comercio internacional. Ni el fulgurante y avasallador cambio climático. Aunque tengamos puesto el cartel de cerrado por vacaciones la vida, con traje de baño, sigue haciendo de las suyas.

Pero mientras octubre llega y nos estampamos contra su frío cristal, ahora preferimos sestear y hacer como si nada estuviera ocurriendo a nuestro alrededor. Ha llegado el momento de la gran amnesia colectiva del verano: el turismo. Ha llegado la hora de  la gran tormenta de arena del turismo de masas. 

-He viajado mucho estos días.

-¿Y qué has visto?

-A turistas.

Decía El Roto hace unos días en su viñeta.

Turistas, sólo turistas. El mundo es hoy una gran bola mugrienta y grasosa de turistas. Las calles, las plazas, los autobuses, los museos, los restaurantes de medio mundo rebosan turistas. El mundo escupe turistas, desparrama turistas por monumentos, playas y hoteles; el mundo se ha infectado de turistas en una extraña invasión de nosotros mismos contra nosotros mismos. 

El turismo es el herbicida de la autenticidad; todo pierde su esencia, su verdad más íntima si es tocado por la varita embrujada del turismo. Pero no es misión de este escrito arengar contra lo que, alguna vez, he llamado la democracia turística: ni que decir tiene que todo el mundo tiene derecho a hacer turismo, faltaría más. Sólo quiero poner sobre la mesa una imposible fantasía personal: la de  poder ver con cierto sosiego, sin cientos de personas apretujadas y dándose empujones, a la Mona Lisa en el Louvre…

El otro día, según cuenta el periódico italiano Il Matino di Napoli, sorprendieron a un turista español defecando en las ruinas de Pompeya. El turista ha sido denunciado por atentar contra el monumento nacional. Sinceramente no encuentro mejor metáfora para describir lo que esa democracia turística está haciendo con las cosas más bellas de este mundo.